Decíamos en la columna del 17 de mayo que “Habituada al agravio en todas sus formas, la sociedad mexicana en su indiferencia asume que errores, fallas, descomposturas y pifias son parte de un destino merecido tras la imposición brutal de deidades y lenguas, al grado de parecernos sinónimos incidente, tragedia, accidente o desastre”. Habría que añadir que en esa confusión idiomática algunos suponen que ofrecer una disculpa o pedir perdón equivale a expresar sinceras condolencias o un maduro pésame, cuando nada tiene que ver una cosa con otra.
Dos semanas después de que en la línea 12 del Metro ocurriera el “incidente” –como lo calificó Sheinbaum, en dislate de altísimo grado–, el presidente Andrés Manuel López Obrador, a prudente distancia de cámaras, reflectores y oportunistas protagonismos, se animó por fin a “pedir perdón” a víctimas y familiares de fallecidos y heridos en tan inexcusable tragedia. Aclaró que él no le daba la espalda al dolor humano y abundó: “Yo les pido perdón y además todos los días, y lamento mucho estas desgracias, no como autoridad sino como persona”.
Tan precipitada como la de Sheinbaum fue esta afirmación del Preciso, ya que como sostienen teólogos sensatos, no obstante su pretenciosa disciplina, “se disculpa al inocente y se perdona al culpable, ya que disculpar es un acto de justicia, mientras perdonar trasciende la mera justicia porque el culpable no merece el perdón; si se le perdona es por un acto de amor y de misericordia”.
“Yo deseo que nadie sufra, esa es mi convicción, deseo que nadie pierda la vida”, agregó el Presidente en justificadoras palabras pero, como suele ocurrir, lo que de entrada suena bonito, pasado el momento requiere revisión, pues salvo el parecer de engreídos o de quienes se sienten socios de Dios –el ego y la fe no tienen camino aborrecido–, en este planeta la vida, inevitablemente, es sufrimiento, pérdidas y muerte, no sólo buenas intenciones de bienestar universal. Que el individuo en duelo merezca afecto, cariño “y todo nuestro humanismo” no es lo mismo que proporcionarle apoyo, consuelo y esperanza, incluso de que se haga justicia, como respaldo sincero y solidario a quien atraviesa una circunstancia dolorosa. Por lo demás, todo humanismo bien entendido no tiene inconveniente en garantizar y promover el derecho a la muerte digna, no sólo “incidental” de las personas. El vitalismo retrógrado, sí.