Exactamente seis meses después de haber leído una nota en El País sobre Katalin Karikó, cuenta Clarisa Landázuri en La Voz Brava, conoció la razón de haber conservado el artículo para poder releerlo en su momento y comentarlo.
Sin embargo, las ocasiones en las que intentó volver a leer la nota, como para saber bien qué era lo que ella podía contribuir al respecto, por lo que hace a una opinión que valiera la pena, debe admitir, no sin creciente vergüenza, que no lo consiguió. En la mente, no lograba pasar del título, el tipo del periódico le parecía ilegible aun con lupa, en pocas palabras, padecía la situación por la que atravesaba, y no era el caso, tampoco, de pasar la hoja, como dicen, y olvidarse. En efecto, no era cuestión de dejar de lado ese particular reportaje y dedicar su interés y su atención a otro asunto, pues Katalin Karikó la perseguía. Para empezar, Clarisa no se explicaba, por ejemplo, cómo era posible que una científica tan importante, según recordaba haber deducido de la vez, la primera, la única ocasión, en la que esa página del diario madrileño había atrapado su atención, cuál podía ser la razón del alboroto, cuando era mínimo lo que, como lectora, pudo deducir, y de esta información retenida y persecutoria, era todavía menos lo que podía admitir, con honestidad, que hubiera de veras comprendido.
Durante las semanas y los días en que tuvo presente, y casi a la vista, la imagen de esta húngara, nacida en enero de 1955 (tantos años menor que Landázuri misma y, no obstante y por lo visto, con un quehacer en la vida tanto, tantísimo más destacable que el de ella misma), no cesó de preguntarse cómo era posible que alguien de aspecto, sonriente, es cierto, pero más bien normal, simple, como indiferente a la tentación de destacar, de ser conocido, hubiera alcanzado no sólo la fama sino, con toda probabilidad, la gloria.
Inexplicable, incluso molesta, como esta observación de hecho parecía ser para Clarisa o, más bien, de hecho lo era, en particular debido a que Clarisa misma, tantos años mayor que la Karikó y, si no con tanta más dedicación a un tema específico, pues cómo medir semejante apreciación, ciertamente con mucho más tiempo de entrega a él, de afán, de entusiasmo hacia la determinada ocupación que dicho quehacer implicaba, que la afamada científica; cómo era posible, insistía en cuestionarse la fundadora de La Voz Brava, que alguien menor se le adelantara por lo que hace al reconocimiento mundial. Justificaba la duda, si no por otra razón, simplemente por la edad que las diferenciaba por lo que a existir significa.
Esta situación de punzante duda, de incómodo, ininterrumpido, interrogante intelectual, por llamarlo de alguna manera, para Clarisa, tenía lugar a lo largo de la pandemia del Covid-19, y llegó el momento, precisamente a los seis meses de que el artículo en El País sobre la hazaña científica de Katalin Karikó atrapó el interés de Clarisa Landázuri, en que, por fin, finalmente, la única colaboradora con firma en La Voz Brava, conoció la razón, realmente iluminadora, que le explicaba a ella misma, si a nadie más, su imposibilidad de atender, hasta ahora, una información de periódico tan perturbadora, por persistente y a pesar de lo incomprensible que le resultaba.
Y este entendimiento, alcanzado de manera puntual pero absolutamente fortuita, se conformó a partir de que la vacuna que le tocó recibir a Clarisa fue, precisamente, la AstraZeneca, nada menos que la que, tras años de búsqueda y una serie de tropiezos, en particular el de que una compañía intentó desconocer los derechos de propiedad de la contribución fundamental que Karikó aportó para la conformación de la vacuna AstraZeneca, la AstraZeneca, repite conmovida, precisamente la que le tocó a Clarisa recibir; precisamente la que la ha hecho sentir que, por fortuna, gracias a ella quedó protegida contra el mal; precisamente la que, como de casualidad, serenó su prolongada inquietud.