En semanas recientes, han llegado de carambola a mi pantalla dos asuntos musicales relacionados muy de cerca entre sí. Bien vale la pena citar lo sustancial de los comunicados respectivos, el primero de los cuales dice esto:
Las siguientes dos piezas de Debussy ya no serán asignadas ni interpretadas en la Special Music School, de Nueva York: Golliwogg’s Cake-walk y Le Petit Nègre. Estas dos piezas ya no son aceptables en nuestro panorama artístico y cultural actual. Queremos hacer de la SMS un lugar en el que todos nuestros estudiantes se sientan apoyados, y estas dos piezas tienen connotaciones racistas ya superadas.
La esencia del segundo asunto está concentrada en estas líneas:
La Real Academia de Música va a descolonizar su colección, ya que un compositor ha sido ligado a la trata de esclavos. Los pianos fabricados con marfil colonial, así como los retratos y esculturas de un reverenciado compositor que invirtió profusamente en la trata de esclavos, están bajo revisión en el conservatorio más antiguo del Reino Unido. Las autoridades de la academia han confirmado que están revaluando la colección del conservatorio, de 200 años de antigüedad, con el objetivo de liberar espacios para el aprendizaje de los estudiantes y revisar sus artefactos “a través de la lente de la descolonización”.
Aclaración indispensable: el compositor aludido en la segunda noticia es Georg Friedrich Händel.
Me parece de una lógica impecable (y necesaria) que los historiadores y críticos de arte se involucren a fondo en el estudio y análisis de todas las cuestiones sociales, políticas e ideológicas relativas a los creadores y a sus obras; tales cuestiones, evidentemente, contribuyen de manera sustancial no sólo a la definición del perfil creativo de los artistas, sino también a nuestro conocimiento y evaluación de sus personalidades y, sobre todo, del contexto en que concibieron y crearon sus obras. Y sí, una vez estudiada la historia, dar difusión y circulación y, sin tapujos, llamar al pan, pan, y al vino, vino, y, si un compositor merece ser etiquetado con este o aquel adjetivo, hágase. Es evidente que el conocimiento profundo del artista nos permite un acercamiento más completo a su obra. Sin embargo, me parece que de ahí a comenzar a prohibir obras musicales y satanizar (o sanitizar moralmente en aras de una flamante corrección política) a los compositores, hay un trecho largo y peligroso.
En estos tiempos, en que la crispación social y política (que naturalmente se hace presente en el ámbito del arte) ha llevado a crear un ambiente de intransigencia tajante, de un revanchismo de perfil totalitario en el que a nadie se concede el debido proceso, el derecho de réplica y la presunción de inocencia, la tentación de la censura al arte ya no es un mero peligro potencial, sino una práctica por desgracia cada vez más común. ¿Fue Debussy un cerdo racista, o se dejó influir por los espectáculos de minstrels que se pusieron de moda en el París de su tiempo? En cualquiera de los casos, ¿hay que prohibir su música? Si Händel fue esclavista, que se sepa, se publique y se divulgue, y que la historia se lo reclame. Pero, ¿mandaremos incinerar todas las copias que hay de su Música acuática? Todo esto tiene el tufo ominoso de las quemas de libros llevadas a cabo por monstruos de variada y multicolor ideología, y es muy preocupante. Porque, si a esas vamos, hay que borrar de la historia la música de Wagner por antisemita; la de Strauss, Orff y Karajan por nazis; la de Gesualdo por asesino; la de Mascagni por fascista y, ultimadamente, también la de Mozart, porque Monostatos, el villano de su ópera La flauta mágica, es negro ¡ups, perdón!, quise decir afro-egipcio-masónico.
¿Acaso lo que sigue en el proceso de descolonización es desaparecer el Himno Nacional Mexicano, cuya música fue compuesta por un catalán, natural de esa España que no nos ha pedido perdón por su rapiña colonial? Podríamos, quizá, sustituirlo por un Himno-Reguetón. Ahí sí, la música es impoluta, sus creadores intachables, sus textos generosos, nobles, liberales e incluyentes.