Conmemoramos el aniversario 45 de un concierto parteaguas: la despedida de The Band, luego de 16 años de instaurar la revolución en música.
Diez horas duró esa velada, intensa jornada de música y poesía.
Cinco jóvenes que habían estado juntos bajo distintos nombres –de los cuales The Hawks fue el predominante– hicieron de la música una manera de respirar, una costumbre tan familiar que los vecinos del bosque de Woodstock se referían a ellos como “la banda” y así pasaron a la historia: The Band.
Uno de los vecinos de Woodstock a la fecha sigue viviendo ahí: el señor Robert Zimmerman. Juntos firmaron la quintaesencia de la música. Lo que hicieron juntos alcanza la categoría de lo sublime bajo la condición de lo simple, lo sencillo, lo natural.
Mucha de la más hermosa música de Bob Dylan la hizo con The Band. Y viceversa: los pasajes más bellos de su corto peregrinaje por el stardom lo realizaron los muchachos canadienses antes conocidos como Los Halcones, con el señor de los bosques de Woodstock, don Robert Zimmerman.
He aquí a los cinco combatientes: el bajista sublime, Rick Danko; el baterista genial, Levon Helm; el organista mesiánico, Garth Hudson; el pianista y multinstrumentalista, Richard Manuel, y el superguitarrista, Robbie Robertson.
Con excepción de Levon Helm, todos provienen de Ontario. Sólo sobreviven Garth Hudson y Robbie Robertson. El maestro Manuel la pasó tan mal tras el último vals, que terminó suicidándose 10 años después de vanos intentos por aferrarse a que The Band siguiera siendo LA banda; de hecho, hacer The Last Waltz fue el último acuerdo democrático que tomaron los canadienses dado que Richard Manuel se quejaba amargamente del liderazgo de Robbie Robertson.
Pocos grupos de música tan democráticos como The Band: todos cantaban, todos componían, todos tenían voz y voto. Eran una comuna.
Paréntesis necesario: The Band y el concierto que hoy conmemoramos, The Last Waltz, son el parteaguas que divide la era jipi del periodo beatnik y anuncia nuevos esplendores en música y poesía, entre ellos por supuesto la gloriosa trayectoria de uno de la familia: Bob Dylan.
Cerramos el paréntesis y abrimos signos de admiración: el trabajo de The Band emblematiza el ejercicio del arte de la música como una de las mayores alegrías de la vida.
Todo gira en torno a una palabra que no se ha entendido bien todavía: folk.
El malentendido consiste en restringir lo folk a lo folclórico o peor, a la “música country”.
La música folk es sencilla, directa, dilecta. Tiene un sentido de la exquisitez que la hace única, versátil, muy fértil. No tiene nada que ver con lo “folclórico” ni con lo “country”, sólo son puntos de contacto. Es un sistema vasto de vasos comunicantes.
Folk es un concepto, una idea, una manera de entender el mundo.
Una de las razones de la incomprensión de la verdadera valía de Bob Dylan consiste en el desconocimiento del universo folk.
Los musicólogos tienen un término para calibrar mejor el término folk: “americana”.
Quienes sí lo entienden y muy bien son los miembros del jurado que encabezó una revolucionaria jipi de Estocolmo: Sara Danius (1962-2009), quien puso orden en el cochinero en que habían convertido el Comité Nobel, y fue quien orientó las decisiones hacia Bob Dylan. El acta del jurado pondera el trabajo de Zimmerman en torno al tesoro lírico estadunidense, también llamado “americano”, también conocido como folk.
La poesía de The Band es similar a la poesía de Robert Zimmerman es similar a la poesía de Woody Guthrie (1943) es similar a la poesía de Bob Seger (1945) es similar a la que escribieron de generación en generación músicos anónimos y conformaron una cultura de tradición oral, trasvasada como si cada uno de esos músicos, esos poetas, abrieran la boca hacia el cielo mientras llueve y ese alimento los llevara a escribir y a cantar.
Habla de lo cotidiano, historias personales, relatos de antihéroes, aventuras rurales, carretera, mucha carretera. Decanta con suave rispidez reclamos sociales roncos, directos, hirsutos. De ahí otro de los terminajos de mercado: “música de protesta”. Así se hacen los chismes.
Bajo la lluvia de “americana”, The Band hizo residencia en la cabaña donde vive Robert Zimmerman y de ahí surgieron documentos para la posteridad (las sesiones en el sótano de la Casa Rosa, por ejemplo) y se conformó un estilo y una idea tan poderosa que varios de los conciertos de Bob Dylan que hemos presenciado en vivo nos dejan la sensación de que los músicos que lo acompañaron no eran otros que los miembros de The Band.
Así de poderosos músicos fueron todos ellos.
Por eso, la efeméride de hoy, los 45 años de The Last Waltz, es un vórtice, géiser, astillero. Cuna de revoluciones.
Es momento de decir que The Last Waltz es una de las mejores películas de música de toda la historia. Es la mejor de las que ha hecho el gran melómano Martin Scorsese. Es una de esas pelis que podemos ver una y otra vez y siempre encontraremos algo nuevo, diferente.
El concierto The Last Waltz ocurrió hace 45 años, pero el filme de Scorsese, a quienes los jóvenes canadienses contrataron luego de conocer su sensibilidad para la música, y la versión en disco salieron dos años después. Desde mi modesta perspectiva, los momentos cumbres ocurrieron fuera de los grandes reflectores, y el principal de ellos es la presencia imponente de una de las poetas mayores: Diane Di Prima.
De los momentos que sí son conocidos, destaco la presencia de Joni Mitchell, la de Muddy Waters, la breve epifanía de Neil Young, el himno celta de Van Morrison y, por supuesto, el momento de las lágrimas de emoción: Bob Dylan cantando con The Band:
May God bless and keep you always May your wishes all come true May you always do for others And let others do for you
(…)
May your hands always be busy May your feet always be swift May you have a strong foundation When the winds of changes shift May your heart always be joyful May your song always be sung And may you stay forever young
Las cámaras de Martin Scorsese mantienen para la posteridad esas imágenes: Bob Dylan coronado por un hermoso sombrero color rosa pastel, sus mejillas inundadas por cascadas de oro de sus rizos en larga greña y él rodeado por todos los superestars invitados cantando I Shall Be Released.
Sublime, sí, pero no supera a los momentos previos, cuando Diane Di Prima (1934-2020) recita frente al micrófono la cuarta de sus Cartas Revolucionarias que escribió para Bob Dylan y anunció: “Un poema de un solo verso: Get Your Cut Throat Off My Knife”.
A la bellísima jipi, budista, la más importante de todos los poetas beatnik, Diane Di Prima, le antecedieron y sucedieron dos colegas: Michael McClure recitando su prólogo a Los cuentos de Canterbury y luego textos de Norman Mailer y Peter Fonda.
Michael McClure, por cierto, falleció hace un año, el 4 de mayo de 2020, sin hacer ruido.
Quien sí lo hizo fue Lawrence Ferlinghetti, quien en The Last Waltz recita Loud Prayer. Murió hace poco: el 22 de febrero, hace tres meses.
La poesía beatnik, dijimos, no aparece en el filme de Scorsese, pero las intervenciones de Diane Di Prima, Michael McClure y Lawrence Ferlinghetti se pueden disfrutar en YouTube, así como los pasajes fundamentales de la peli de Scorsese y en las plataformas de audio disponibles (Spotify, por ejemplo) está la banda sonora de uno de los momentos culminantes de la cultura contemporánea: The Last Waltz.
Lo confirma el viejo adagio japonés: esokeniké: los últimos siempre serán los primeros.
El último vals fue primero, luego vino la gallina y puso un huevo y dijo: ¡Eureka!