El telón de fondo en el que ocurrió el genocidio armenio: la progresiva descomposición del imperio otomano, la humillante derrota a mano de “fuerzas cristianas” (Bulgaria, Grecia, Serbia, Montenegro) en la Primera Guerra de los Balcanes (1912-13), sin precedentes con el flujo de refugiados de terrenos perdidos, el auge del rabioso nacionalismo y finalmente la igualmente mal manejada campaña en la Primera Guerra Mundial en la que los armenios acabaron tachados de “elemento subversivo aliado con fuerzas invasoras rusas”, ponen una luz necesaria al exterminio de 1.5 millón de los armenios. Pero apuntan también al motivo, intento y a la −negada rotundamente− sistematicidad del Estado turco. Los gobernantes estaban desesperados por conservar a Anatolia, “el centro y el corazón del imperio”, pero lo único que podían ofrecer para “defender a su pueblo” fue la limpieza étnica de “cuerpos foráneos” (armenios, griegos, asirios). El argumento “conservacionista” siempre ha sido vehículo del genocidio y del negacionismo: después de todo Hitler, que luego tanto admiró a Atatürk por sus esfuerzos de “edificar un país nuevo” (bit.ly/33AqQGc) −encima libre ya de minorías gracias a los “esfuerzos” anteriores de los Jóvenes Turcos−, también clamaba “defender al pueblo alemán de los judíos” y otros “elementos subversivos”.
De allí el “dizque genocidio armenio”. Las “alegaciones armenias”. “Choques con víctimas de ambos bandos”. Cualquier mención del “genocidio armenio” está penalizada por la ley turca (el infame art. 301). Pero el negacionismo turco es tan entrelazado con la identidad nacional −¡de allí emergió la Turquía moderna!− que a menudo desemboca en su opuesto: en una abierta celebración y orgullo, sobre todo en la arena interna. Los mismos políticos que abogan internacionalmente por silenciar los hechos de la historia ante el público nacional se ufanan de lo mismo, refiriéndose a los armenios de hoy, ya fuera de la Turquía, como las “sobras de la espada” ( kılıç artıgı), insinuando que “aún hay cosas inacabadas” en referencia a los descendientes de los sobrevivientes.
Cuando a finales del siglo XIX, Theodor Herzl, el padre del sionismo, “vendió”, como se lo reprochó Bernard Lazare (bit.ly/3eMk7OA), a los armenios apenas salidos de las masacres hamidianas, una represión política que normalizó la violencia antiarmenia y abrió la puerta al exterminio posterior (bit.ly/3bo4NHb), al ofrecerle el apoyo político al sultán a cambio de una posible adquisición de Palestina, sentó un precedente para la ambigua relación de Israel con el genocidio 1915-1922 (bit.ly/2QvXqGw). Si bien la impunidad turca fue la que, entre otros, permitió décadas más tarde a Hitler aniquilar buena parte de los judíos de Europa, la oficial postura del Estado judío siempre fue una premeditada minimización por todos los medios posibles a fin de cultivar buenas relaciones con Ankara y preservar instrumentalmente el monopolio de la victimización. Lo que Shimon Peres dijo una vez a un periódico turco −“rechazamos los intentos de crear una semejanza entre el Holocausto y las ‘alegaciones armenias’...” (sic)− entró, según Israel Charny (bit.ly/3udTqsI), uno de los principales estudiosos del genocidio, “en la distancia de la negación del genocidio armenio comparable con la negación del Holocausto” (véase: A., Yair, The Banality of Denial: Israel and the Armenian Genocide, 2003).
Si bien últimamente relaciones israelí-turcas estaban a la baja e Israel parecía acercarse a un reconocimiento (debates en la Knesset, etcétera), Tel Aviv adquirió en los últimos años otro importante aliado −militar (“el eje antiraní”) y económico (petróleo/gas)−, igualmente un pueblo turco, negacionista del genocidio armenio: Azerbaiyán. La reciente guerra en Nagorno Karabaj/Arstaj, en la que el apoyo militar de Ankara y Tel Aviv resultó crucial para la victoria de Bakú (véase: M. W., “Nagorno Karabaj: área de juego de imperios y moderno campo de batalla”, en: Memoria, número 277, bit.ly/3eG94rp), no sólo resucitó el fantasma del genocidio armenio y de su negacionismo, sino que confirmó algo que varios estudiosos señalan desde hace tiempo: “es completamente imposible entender el conflicto entre Armenia y Azerbaiyán sin integrar en él el discurso de la negación del genocidio producido en Turquía y adoptado por Azerbaiyán” (bit.ly/3o8EFFp).
En este contexto el reciente reconocimiento del genocidio armenio en su 106 aniversario por Joe Biden (bit.ly/3sQqIwu) −igualmente en un momento del alejamiento político con el régimen de Erdogan (y sin, como antes, anteponer cuestiones de la OTAN, acceso a bases turcas, etcétera)− con lo que EU se unió al grupo de apenas 32 países que lo reconocen oficialmente, fue una vindicación de las víctimas. Protestó Ankara. Protestó Bakú, lamentando “la falsificación de la historia y omisión de masacres cometidas por armenios” (¡sic!). Cuando en 2015 el papa Francisco reconoció el genocidio armenio en nombre de la Santa Sede habló del “primer genocidio del siglo XX”. Atinó y erró: el primero fue la casi total exterminación de los herero y los nama (bit.ly/3hnxSWL) por los colonizadores alemanes en Namibia, reconocido de hecho como tal por Berlín, pero no por muchos más. El genocidio armenio aún espera por su reconocimiento universal. Muchos más están en la cola.