Hoy se cumple un mes desde que el pueblo colombiano se volcó a las calles para rechazar las políticas antipopulares del presidente Iván Duque, sin que hasta el momento se vislumbre una salida al conflicto. Mientras el diálogo entre las autoridades y los representantes del Comité Nacional del Paro permanece estancado, el miércoles una nueva jornada de protestas se saldó con un balance de 139 lesionados, cinco de ellos policías, de acuerdo con cifras de la Cruz Roja.
El malestar social ante el gobierno derechista permaneció soterrado durante más de un año debido a las medidas de confinamiento ante la pandemia de Covid-19, pero el intento de pasar una reforma fiscal regresiva en el punto más álgido de la emergencia sanitaria detonó una serie de movilizaciones en amplias zonas del país. La brutal represión desa-tada por el mandatario ha dejado más de 40 muertos, un número indeterminado de heridos y centenares de desaparecidos, aunque el hartazgo social es tan intenso que los embates de las corporaciones policiales no han hecho sino reafirmar la convicción de los manifestantes en torno a la necesidad de un cambio profundo en la conducción institucional.
El distanciamiento entre el gobierno de Duque y la realidad ha sido claro desde el inicio de las protestas. El carácter multitudinario de la respuesta social lo obligó a retirar su iniciativa de reforma fiscal y forzó la renuncia del ex ministro de Hacienda, pero en el mismo mes impulsó una reforma –también naufragada– en materia de salud, con la cual se pretendía reforzar la entrega de los servicios médicos a grupos privados. Asimismo, ha boicoteado el establecimiento de acuerdos con la exigencia de que se retiren los bloqueos viales, a sabiendas de que sin esa medida de presión popular su administración nunca habría accedido a escuchar los reclamos de las mayorías.
Con esta actitud, Duque parece hacer una doble apuesta: por una parte, ganar tiempo en espera de que el movimiento social se desgaste, ya sea por divisiones internas o por agotamiento; mientras que el relato de un orden asediado por “vándalos” apunta a exacerbar las fobias de la clase media colombiana, caracterizada por su apego a las salidas autoritarias y un odio cerril a cualquier expresión progresista. Este camino es tan irresponsable como peligroso, pues orilla a los ciudadanos a mantenerse en las calles cuando la nación experimenta la mayor propagación del coronavirus, azuza los instintos violentos de la ultraderecha (tristemente célebre por la formación de organizaciones genocidas como las Autodefensas Unidas de Colombia) y no ofrece ninguna garantía de desactivar un conflicto que mantiene paralizada la economía colombiana.
Lo cierto es que la legitimidad de Duque se halla en entredicho desde tiempo atrás, pues en diciembre de 2019 ya enfrentaba una desaprobación de 70 por ciento; en la actualidad el rechazo a su gestión ha saltado hasta 76 por ciento, con 79 por ciento durante las dos primeras semanas de protestas. Ante la evidencia inapelable de que más de tres cuartas partes de los colombianos repudian sus políticas, el mandatario tiene el deber democrático de rectificar y reorientar su gobierno en concordancia con la voluntad ciudadana. Empecinarse en seguir el rumbo actual sería tanto una afrenta a la democracia como una invitación al desastre.