Al menos ocho personas murieron y un número todavía por determinar sufrió heridas a causa de un tiroteo perpetrado alrededor de las siete de la mañana de ayer, cuando unos 80 trabajadores atendían a una reunión sindical en un patio de mantenimiento de la empresa de transporte público Valley Transportation Authority (VTA) en San José, California. De acuerdo con la policía de este importante polo tecnológico, entre los fallecidos se encuentra el presunto atacante, quien era empleado de VTA, aunque hasta el cierre de esta edición no se contaba con informes sobre un posible móvil del crimen.
La subsecretaria de prensa de la Casa Blanca, Karine Jean-Pierre, relanzó el llamado del presidente Joe Biden para que el Congreso apruebe las urgentes reformas de control de armas, y enfatizó que Estados Unidos padece una “epidemia” de violencia armada, como calificó el mandatario a la sucesión ininterrumpida de asesinatos con armas de fuego. Hace apenas dos meses, tras una serie de “tiroteos masivos” –actos en los que al menos cuatro personas reciben heridas de bala– particularmente mortíferos, el Ejecutivo exhortó a la Cámara de Representantes y el Senado a “no esperar otro minuto” para prohibir los fusiles de asalto y los cargadores de alta capacidad, así como a que avanzaran en una regulación general de la tenencia de armas. Unos días después, el 8 de abril, al presentar nuevas medidas regulatorias, Biden afirmó que la violencia con armas de fuego en su país es una “vergüenza a escala internacional”, además de referirse a los tiroteos como una “crisis de salud pública”.
Los exhortos públicos y las propuestas legislativas de Biden contrastan con la insultante indolencia de su antecesor, Donald Trump, hacia un fenómeno que se cobra la vida de 106 personas cada día y que hace de Estados Unidos la única nación desarrollada que padece niveles semejantes de violencia interna. Sin embargo, el saludable giro representado por el demócrata no ha tenido ni mucho ni poco efecto sobre la macabra regularidad con que se suceden estos ataques, lo cual hace pensar que en el país más poderoso del mundo no existe una fuerza política capaz de introducir controles elementales al desaforado armamentismo civil que enferma a su sociedad.
Los motivos de esta incapacidad institucional pueden hallarse en los ingentes recursos destinados por la industria armamentística a influir y cooptar a los tomadores de decisiones en las tres ramas del gobierno; pero también en taras ideológicas fuertemente arraigadas en la sociedad estadunidense, como aquellas según las cuales la tenencia civil de armas es una salvaguarda irrenunciable frente al despotismo gubernamental, además de un instrumento valioso de autodefensa. Lo errado de esta última idea queda patente puesto que, en una abrumadora mayoría de los casos, los tiroteos finalizan cuando entran en acción las fuerzas policiacas, y no gracias a la respuesta de civiles armados.
México no puede ver con indiferencia el desarrollo de los acontecimientos en su nación vecina: el descontrol con que circulan las armas de alto poder al norte del río Bravo es una de las principales causas de la potencia de fuego alcanzada por los grupos del crimen organizado asentados en la República, capacidad armamentística que les ha permitido desafiar a las corporaciones del orden público y que mantiene al país en una permanente crisis de inseguridad.