El río corre y Bob Dylan sigue ahí, 80 años no parecen haberle bastado. Una fuerza de la naturaleza, sobre todo en sus comienzos. “Se sacaba esas canciones de la nada”, diría Robbie Robertson al historiador Greil Marcus en La república invisible. “No sabíamos si eran suyas o si las recordaba. Cuando las cantaba, no lograbas distinguir”.
De la nada misma había salido. Llegó a Nueva York en el peor invierno en 17 años, aunque en su autobiografía Crónicas: volumen uno no lo recuerda tan frío. Ya son 60 años de que su figura existe y todavía no sabemos si creerle todo el tiempo o sólo a veces. Si le entendemos. Lo que canta es importante, incluso para quienes confiesan “no me gusta”. Así desde el invierno de 1960-1961: el chaval llamado Robert Zimmerman, hijo de Abraham-vendedor-de-televisores en el confín de la Nada americana, al pie de la Carretera 61 se reinventa como Bob Dylan.
El documental No Direction Home (Martin Scorsesse, 2005) trata de cuando surgió e hizo de un tirón todo lo que hizo entre 1960 y 1966, cuando el trovador más conocido e influyente de los tiempos modernos se comportó como un fenómeno de la naturaleza. Para muchos, el creador más importante de la cultura popular contemporánea. En realidad, lo único que ha hecho es tocar y cantar rock tripulando su romancero sin fin: centenares de historias, poemas de amor y desamor, enumeraciones de sueños y pesadillas, crónicas arbitrarias, elusivas canciones de protesta, plegarias, panfletos.
Como prueba el documental de Scorsese, ya en 1964 su público, furioso, lo acusaba de “venderse” al rock, cuando en realidad lo estaba inventado. “Antes era mejor”: el espejismo lo ha perseguido toda su carrera y ya es parte del mito. Su audiencia, permanentemente malcontenta, es quizá la más crítica que un artista moderno pueda tener. Un logro pedagógico.
“Tenía poder”, diría Allen Ginsberg. Decidió llegar lo más lejos posible. Ningún intérprete (ni siquiera el peor punk, el gangsta rap o el metal pesado) provocó y afrentó jamás a su público como Dylan entre 1965 y 1966. “Mentirosos”, les llamaba desde el escenario. Lector de Balzac durante aquellos años, no hizo sino contar la comedia humana de su hora, cuando asesinan a Luther King, a Ke-nnedy, al movimiento negro, a centenas de miles de personas en Vietnam. “Mi conciencia explota”, canta en Visions of Johanna.
Nadie entendía qué pasaba, do you, mister Jones? Durante un grave concierto en Escocia grita al público “no entiendes nada”. Aúlla, chaplinesco y solitario, con seguridad escalofriante. En la entrevista con Scorsese dice: “La gente que me insultaba no estaba enojada por causa mía, sino por otra razón”. Hoy sabemos qué fue de aquel muchacho altanero, casi autista de tan afirmativo e inapelable. Astuto Ulises, auténtico Nadie que sirvió de espejo a la juventud de sus años, revolvió conciencias, las chocó y reventó. En la gran marcha de Washington, con Martin Luther King Jr., confiaba: “no lo vemos claro ahora, pero dentro de 200 años se sabrá que ganamos”. Tomorrow is a long time, babe.
Extraordinario intérprete, sin paralelo ni reposo, además de compositor y poeta feraz ha reunido las mejores bandas imaginables. Su voz, también “odiada”, nasal e insolente, se cuenta entre las más influyentes del inmenso mar del rhythm and blues. Nadie en el rock ha sido tan inteligente tanto tiempo. Tan inaprehensible. Es un camaleón, como brillantemente intuyó el cineasta Todd Haynes en I’m Not There (2007). El espejismo de decepción permanente que recorre a su legión de fans no tiene razón. Más allá de La respuesta está en el viento, siempre ha sido mejor que antes. Se “espera” algo de él, y nos deja con un palmo de narices. Lo quisieron líder o profeta. Al lado de Luther King cantó la tremenda When the Ship Comes In, y se escabulló. Cuando los “movimientos” lo invocaron, él ya estaba reinventando el blues eléctrico antes que la sicodelia supiera que así se llamaba. Y cuando floreció la sicodelia, él cantaba rancheras. Cuando los punk saltaron a escena en los 70, él andaba en el clavón de su truene con Sara, la madre de cuatro de sus hijos, y en su gran circo de la Rolling Thunder Revue (1975). De esa crisis datan algunas de sus mejores baladas eléctricas.
A los sesenta y tantos decía que nació en el lugar equivocado, y que salió en busca de su verdadero lugar. Su vida ha sido un largo regreso a casa. “Yo era un explorador”, se justifica. La película de Scorsese comienza por el final, con él cantando Like a Rolling Stone en Inglaterra en 1966, acompañado por Los Halcones (la futura The Band, “los únicos que se atrevieron” a irse de gira) entre aplausos y abucheos, en el momento más peligroso de su carrera. Hasta lo quisieron matar.
Dylan no sólo comprendió que los tiempos estaban cambiando, sino que habló floridamente al respecto, con libertad verbal y musical de infatigable aliento, irreverente y surrealista. Saludado con nerviosismo por los poetas beat, los escritores “serios” tipo Gore Vidal no lo tomaron en serio. Basta revisar The New York Review of Books en diferentes épocas.
Lo han comparado con el coyote indio, por trickster. Animal público, desaparece cuando sea. Lo hizo en Woodstock hace 40 años. Durante los 80 y 90 sustrajo de la chismografía su matrimonio con la estupenda corista Carolyn Dennis, con quien compartió el escenario 11 años.
La creatividad verbal que lo iluminó en los sesentas tal vez no volverá, pero su facilidad sigue intacta. Es un natural. Un testigo contaba que a principios de los ochentas coincidió en un café de París con Leonard Cohen (quien siendo novelista y poeta, hacia 1967 había decidido imitar a Dylan y cantar). Por hacer plática, Dylan preguntó a Cohen cuánto tardó en componer Hallelujah, su canción más conocida. Cohen dijo: “Cuatro o cinco años”, y por ser amable preguntó a Dylan cuánto le tomó escribir la notable I and I. Éste le respondió sin piedad ni pudor: “Quince minutos”.
(Reconstrucción de un par de notas sobre Dylan publicadas en estas páginas hace unos 15 años.)