Quizá como todas las personas que han vivido en aislamiento durante más de un año, Elia ha estado esperando la oportunidad de salir a la calle y ver algo más de lo que sólo pudo observar a través de las ventanas. Por allí entraron mínimos fragmentos del mundo. Uniéndolos, llegó a concebirlos como partes de un escenario teatral decorado con tres árboles, la fachada de un comercio pequeño establecido en una habitación hecha para tener otras funciones, una hilera de casas. Al poco tiempo de llegada la pandemia, algunas fueron puestas en venta o derribadas.
Bajo el aviso “Cuidado con la demolición”, Elia ha visto surgir un nuevo paisaje: enormes plásticos negros protegiendo las ruinas, cintas amarillas limitando el paso, cerros de cascajo, confusión de herrería, vidrios rotos, puertas desprendidas a las que ya no volvió a llamar nadie.
A la mayor parte de sus vecinos –personajes en desfile constante por el escenario ficticio– Elia los conoce por sus nombres, sus alias, sus ocupaciones, sus horarios, sus mascotas –“ Chester: ¡no comas basura!”– y los considera sus compañeros de viaje. Durante el tiempo de convivencia habló con ellos de las cosas de siempre –problemas familiares, pequeños logros, rumores, pérdidas, encuentros– hasta que un día, de pronto, el diálogo se interrumpió: el temor y la enfermedad los obligaron a abandonar la escena. En los balcones, víctimas del abandono, las plantas se secaron; sobre las fachadas, las hiedras fueron perdiendo su verdor y sus hojas. Se renta, Se traspasa. Se vende.
II
Elia sabe que el mundo es mucho más rico que esas instantáneas que ha visto a través de la ventana a lo largo de más de cuatrocientos días; con sólo abrir la puerta y dar unos cuantos pasos verá que el mundo la espera a mitad de la calle, a la vuelta de la esquina donde hay un merendero que ameniza a su clientela con música de los años 50, en el quicio que siempre ocupan la artesana y un niño somnoliento con expresión adulta, en el atrio de la iglesia...
Por experiencia, sabe también que la vida cotidiana gira a mayor velocidad en la avenida por donde a ciertas horas desfila un río in-contenible y amorfo de personas. A Elia se le confunden debido a sus atuendos casi idénticos, sus gestos igualmente angustiados, la precipitación con que avanzan fumándose el último cigarro antes de llegar a los centros de trabajo donde queda estrictamente prohibido el humo del tabaco.
III
Este es el día que eligió para salir, para abandonar el encierro. El nerviosismo con que selecciona su ropa la devuelve a los domingos de su infancia: ida obligada a la iglesia y al mercado; hacia las dos, la reunión familiar, y por la tarde, el placer de asistir a la tanda de cine organizada en la parroquia por el padre Escontría. Después de ese paréntesis amable, bajo cada paso de vuelta a la vivienda iban quedando triturados la fantasía y la ilusión de ser como las heroínas de película: muchachas despreocupadas envueltas en tules y en sonrisas.
Elia decide que hoy, por ser un día especial, además de su mejor vestido, se pondrá unas gotas de aquel perfume que tiene reservado para las ocasiones memorables, ninguna como esta. Volverá a salir a la calle, a caminar sin temor, acompañada por el recuerdo de sus seres queridos. La asaltan en desorden, salen de la quietud y del silencio, toman forma y alcanzan su estatura, recuperan el tono de su voz y al fin hasta parecen proyectar una sombra.
Mientras Elia termina de arreglarse frente al espejo, por simple juego se pone a imaginar qué dirá a los vecinos con quienes se encuentre. Lo mismo que ella, son sobrevivientes. Esa categoría les da derecho a saber cuánto la emociona verlos, oírlos cuando le describan sus experiencias durante los meses de confinamiento, abrazarlos como hace tanto tiempo no hace.
Es buena hora para salir. Todo está listo, sólo faltan las gotas de perfume. Lo amerita la ocasión: después de tantos meses de vivir entre cuatro paredes, será la primera vez que recupere su mundo completo y no sólo fragmentos. La perspectiva le produce una nueva sensación de triunfo. La duplica asomándose otra vez al espejo. Le sonríe a su imagen como si fuera uno de los vecinos con quienes espera encontrarse y pronuncia en voz alta lo que piensa decirles para halagarlos y prolongar la conversación hasta el momento de la despedida. Buenos deseos, promesa de futuros encuentros, un abrazo.
Antes de abrir la puerta se lleva las manos al pecho, respira hondo y cobra fuerzas para enfrentar los retos de la calle. Por un momento duda si podrá acoplarse a su velocidad, a sus exigencias, pero luego el temor que la asalta le parece excesivo. No va a salir a Marte, sino a dar un paseo por su colonia, a recorrer las calles por donde ha pasado su vida; las conoce tan bien que podría caminarlas con los ojos cerrados sin perderse. Para mayor tranquilidad, Elia sabe quién vive en la casa verde, cómo se llaman el portero del edificio “Naila” y el encargado de la farmacia que está en la planta baja. Si le sucediera algo, un pequeño accidente, podría recurrir a ellos con toda confianza.
IV
Después del breve paseo, Elia emprende el regreso a su casa. Debería darse por satisfecha. Tal como esperaba, encontró a algunos de sus vecinos que, de tan apresurados, apenas le respondieron el saludo. La casa verde que tanto le gusta sigue en pie, pero desierta y deteriorada. El edificio “Naila” tiene una rampa más amplia y sobre la entrada un aviso: “Se solicita portero.” En la planta baja, la farmacia fue sustituida por una tienda de tarots y amuletos.
Elia se alegra de que, salvo pequeños cambios, todo siga igual, de que las calles le hayan resultado familiares. Sin embargo, reconoce que lo único que desea es volver a su casa. Desde lejos la ve y siente alivio: sabe que a través de sus ventanas puede mirar el mundo. También imaginarlo.