La protesta de los estudiantes de Mactumactzá y su represión por el gobierno de Chiapas nos muestra una vez más la precariedad bajo la cual subsisten las normales rurales. El detonante de este conflicto fue la insistencia de las autoridades educativas de administrar el examen de admisión de forma virtual aun cuando la condición socioeconómica de los aspirantes les presenta inmensas dificultades para tener acceso a una computadora o a Internet.
El 18 de mayo, ante la toma por los normalistas de las casetas en la autopista San Cristóbal-Tuxtla Gutiérrez para exigir un examen presencial, la policía detuvo a 74 mujeres y 19 hombres a quienes se les han imputado los delitos de motín, pandillerismo, robo con violencia y ataques a las vías de comunicación.
La Comisión Interamericana de Derechos Humanos exhortó al gobierno a investigar el uso excesivo de fuerza en contra de los estudiantes quienes han sido consignados el penal de El Amate. Desde un principio, las alumnas detenidas denunciaron agresiones sexuales como tocamientos y desnudamientos. En varios lugares de la República, incluyendo la Ciudad de México, alumnos de las hermanas normales rurales se han movilizado para exigir su libertad. Integrantes de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación también han alzado su voz en protesta por las detenciones y manifestado su solidaridad con las normales rurales. El 21 de mayo, Olga Sánchez Cordero, titular de Gobernación, informó que la secretaría y la SEP estaban en diálogo con el gobierno de Chiapas para que los detenidos puedan llevar su proceso penal en libertad.
Huelga decir que la protesta de los normalistas rurales y su represión por parte del Estado no es nada nuevo. Pero este último episodio se da en las apremiantes condiciones que el Covid-19 ha expuesto a escala mundial. Si de por sí el modelo neoliberal de las pasadas cuatro décadas había diezmado la infraestructura social, la crisis sanitaria ha vulnerado aún más a sectores enteros de la población. Para grupos acomodados la tecnología ha sido una herramienta para continuar su trabajo en tiempos que requieren el distanciamiento social. Para los demás ha acentuado la histórica desigualdad social. En vez de reconocer esta realidad, desde arriba se insiste en proponer –e imponer– respuestas tecnológicas a problemas sociales. Cuando, con sus protestas, los normalistas llaman la atención a esta inequidad, la respuesta es la tradicional maquinaria represiva.
No tendría que ser así, sobre todo en momentos que, también desde arriba, se habla de la 4T. Las normales rurales fueron creadas a partir de un proyecto de transformación. La Revolución Mexicana, la Constitución de 1917 y las reformas que fueron implementadas en la década de 1920, pero sobre todo durante la de los 30, restructuraron el sistema político, económico y social del país. La reforma agraria, la expropiación petrolera, los derechos laborales, y la masiva construcción de escuelas, representó una redistribución de la riqueza que durante el porfiriato se había concentrado en unas cuantas manos o se desangraba hacia los capitalistas extranjeros.
El proceso de transformación fue arduo y dependió de la movilización de masas cuya fuerza era el canal para contrarrestar el poder del capital. No olvidemos que el detonante para la expropiación petrolera, en 1938, fue una huelga de sus trabajadores. Cuando las compañías británicas y estadunidenses se negaron a reconocer los derechos de los trabajadores, el presidente Lázaro Cárdenas intervino a su favor declarando la expropiación.
Se dio un proceso parecido con las reformas agraria y educativa. Muchas de las haciendas expropiadas lo fueron gracias a la iniciativa de los campesinos quienes invadían tierras y demandaban su redistribución y entrega como ejidos. Exigían no sólo tierra, sino escuela y maestro. A veces el profesor llegaba antes y dirigía el proceso organizativo. Las comunidades construían rústicas escuelitas y de allí exigían al Estado el reconocimiento y los necesarios recursos.
El sistema de normales rurales que en 1936 llegó a contar con 35 escuelas, tenía la lógica de articular estas reformas a escala nacional y consolidar el proyecto de transformación. No sorprende que se haya concentrado allí una ética revolucionaria que se manifiesta en el reiterado reclamo de los alumnos por sus derechos de clase.
¿Cómo hacer valer estos derechos ante un Estado que durante el transcurso de los años se volvía no sólo indiferente, sino hostil a sus demandas? La forma que encontraron los normalistas rurales fue la organización y movilización colectiva. Es un proceso que comienza no con la toma de casetas, bloqueos de carreteras o secuestro de camiones; las acciones que tanto condenan los medios de comunicación y la gente bien, tan preocupados por la protección de la propiedad privada.
El proceso comienza a partir de la educación, no la formal que reciben en el aula, sino la de concientización que desde 1935 la Federación de Estudiantes Campesinos Socialistas de México se ha preocupado por impartir en cada generación de estudiantes normalistas. Éste tiene varios componentes: aclarar que su lugar en la normal es un derecho, no una dádiva del gobierno; dar a conocer el cúmulo de agresiones que históricamente han sufrido las normales rurales; y que sólo con la movilización del alumnado—incluso con acciones riesgosas—han logrado sobrevivir.
Es una condición de asedio la que han vivido las normales rurales desde que se frenó el proceso revolucionario en 1940. Si en verdad hablamos de una Cuarta Transformación, es una normalidad que debería cambiar.