Si se le ve desde la perspectiva histórica de la economía mixta construida en México desde la década de los 30 del siglo pasado, puede decirse que el neoliberalismo ha sido una exageración. Histórica y política, sin duda, pero también cultural. Para lograr su implantación, no faltaron argumentos a los postulantes de la “revolución capitalista” que devino “revolución de los ricos”, por los ricos y para los ricos, como lo han escrito Carlos Tello y Jorge Ibarra.
La fórmula “todo el mercado que sea posible y todo el Estado que sea necesario” sirvió como despliegue libérrimo de los mercados y la contracción casi incondicional de los aparatos del Estado vinculados con la protección social o la promoción del desarrollo. Desde hace tiempo el resultado está a la vista, pero nunca sobra reiterar algunos de sus más nefastos atributos.
En lo productivo hemos cambiado y mucho; la economía se volvió abierta y de mercado, volcada a la exportación de manufacturas de media y hasta de alta tecnología, pero sin haber logrado brincar la barrera nefasta del crecimiento muy lento que se ha convertido en trayecto histórico.
La trayectoria perdida, que muchos de manera errónea asocian unívocamente al llamado desarrollo estabilizador, registró altos y sostenidos ritmos de crecimiento económico e industrialización, pero insatisfactorios coeficientes de desempeño social. Hasta hace poco, no eran muchos quienes parecían dispuestos a extrañar aquellos tiempos cuya estabilidad, considerada milagrosa por muchos, se tornó desestabilizadora, para recordar la frase célebre del amigo Clark Reynolds.
El dinamismo del sector externo no se trasladó al empleo ni a la diversificación productiva en las cuotas requeridas, sin desmedro de lo alcanzado en la oferta exportable gracias a la apertura y el TLCAN. Ciertamente, una nueva industrialización tuvo lugar, pero sus frutos sociales han quedado concentrados.
El desempeño económico ha sido mediocre y la evolución social ahogada por grandes cuotas de pobreza y una aguda desigualdad convertida en bochornosa cultura de la modernidad mexicana. Nada para presumir.
La crítica y oposición a esta modernidad, anclada doctrinariamente a lo más estrecho del pensamiento liberal, que Bobbio prefería llamar “liberista”, señala estos resultados, pero no se hace cargo del consenso alcanzado por la proclama neoliberal, centrada en una promesa de consumo cosmopolita, alentado por la libre entrada de mercancías y los esquemas de venta masiva para los pobres.
Ahora, en vez de “otra modernidad” capaz de asumir una dimensión racional de justicia social, se propone un utópico, cuanto ilusorio, regreso a “aquellos años” de crecimiento, urbanización y corporativismo político, a más de partido “casi” único. Sin regreso no parece haber progreso, se nos dice.
Aquella modernidad también pudo plasmarse en una democracia representativa más o menos eficaz, pero no eficiente como mecanismo para una representatividad social satisfactoria. Sus faltantes están a la vista, pero ahora la alternativa se resume en una irracional negación que, desde el poder constituido, busca desplegarse en demoliciones, muy lejos de una renovada arquitectura hacia un Estado democrático constitucional de derecho y derechos.
Estamos atrapados entre una economía que no rinde y una política que no da. Los embates del Presidente ahondan y enredan esta encrucijada para volverla círculo vicioso, remolino que más que “alevantarnos”, como decía la canción, nos hunda. El ajuste de nuestras cuentas, tras más de 30 años de camino neoliberal, nos diría que desconocer lo alcanzado equivale a echar al niño con el agua sucia de la bañera.
Un “lujo” que los mexicanos lamentarían y nuestras carencias no perdonarían.