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Un acercamiento somero pero puntual a la intensa vida y múltiples trabajos de José Ramón Guillermo Agustín Prieto Pradillo (1818-1897), figura protagónica de la historia mexicana del siglo xix, entre muchos otros cargos, ministro de Hacienda del gobierno de Benito Juárez, a quien le salvó la vida, pero también poeta, cronista, historiador, periodista, crítico literario e incansable luchador social a lado de su gran amigo Ignacio Ramírez ‘el Nigromante’.
La mañana del 13 de marzo de 1858, un hombre barbado de cuarenta años se abre paso entre una muchedumbre y soldados, revueltos todos que, en plena Guerra de Reforma, se agolpan a las puertas del palacio de gobierno en Guadalajara, la capital de Jalisco, donde se respiran aires de traición.
Adentro del inmueble de estilo colonial, el presidente Benito Juárez y parte de su gabinete, entre ellos Melchor Ocampo, a quien en menos de tres años los fusiles a la orden del general conservador Leonardo Márquez, el apodado Tigre de Tacubaya, le quitarán la vida, se encuentran prisioneros tras el golpe de Estado perpetrado por Antonio Landa, teniente coronel hasta hace poco a favor de la causa liberal que había jurado lealtad al gobierno nacional, pero que al enterarse de la derrota juarista en Salamanca decide voltear bandera.
Con un aplomo admirable, el mismo que el presidente Juárez demuestra ante sus captores, el hombre barbado sortea a un grupo de militares insurrectos que le cruzan la cara de dos bofetadas. En su camino, se topa con el cuerpo inerte de un custodio que yace en un charco de sangre en el patio del palacio, lo que le hace suponer que la situación es grave. Escucha gritos y lamentos por doquier. Algunos disparos también. Piensa que el próximo podría tocarle a él. El caos reina, pero él sigue adelante.
El hombre barbado recorre varios salones y en uno de ellos encuentra a un rebelde al que le dice que es el ministro de Hacienda y debe reunirse con el presidente de la República. Entre tirones y jalones, la ropa desgarrada y un golpe en la cabeza, arriba al despacho de Juárez. Lo encuentra vestido de frac negro, impecable, atento, fino. Ocampo le pide al recién llegado que no pierda tiempo y redacte un mensaje a la nación… y también su testamento, porque difícil será que de ésta salgan bien librados: la orden de los conservadores es que el jefe del Ejecutivo Federal y sus hombres sean pasados por las armas inmediatamente.
Son casi un centenar de personas las que correrán el fatal destino. Juárez el primero. Un contingente de soldados sublevados se acerca al despacho. “¡Vienen a fusilarnos!”, exclama el ministro de Fomento, León Guzmán. Al oír los pasos redoblados, el presidente camina hacia la puerta y se sitúa al frente de la escena. Los hombres armados llegan y un tal Pedraza da la orden: “Al hombro… preparen… apunten… ¡fuego!”
Pero los militares, “pueblo uniformado” al fin y al cabo, no desean matar al presidente. O al menos dudan un instante en acatar la orden. El momento, que dura un parpadeo, es aprovechado por el hombre barbado para interponerse entre Juárez y las armas, y con una voz profunda que nadie le conoce, espeta: “¡Levanten esas armas! ¡Los valientes no asesinan!” Luego habla, habla, habla… Habla hasta desarmar con palabras a los agresores que, en medio de las lágrimas algunos de ellos, deponen las armas. “¿Quieren sangre? ¡Bébanse la mía!”, es la sentenciosa frase que por último logra exclamar.
Juárez, que está a una semana de cumplir cincuenta y dos años, se funde en un profundo y largo abrazo con su defensor. Lo llama Salvador de la Patria y de la Reforma. Cuando los soldados se alejan cabizbajos y marchando en silencio, el hombre barbado, que ya no puede más de la impresión, se desvanece en un asiento por falta de aire.
El legislador, el observador social
El hombre barbado, el más longevo de la generación de la Reforma, se llama Guillermo Prieto Pradillo y ahora tiene setenta y ocho años. Platica de cuando le salvó la vida al presidente Juárez, que hace un cuarto de siglo pasó a mejor o peor vida. Viaja en tren de Cuernavaca, ciudad que adora por su sempiterno clima primaveral, a su amada casa del barrio de Tacubaya, en la capital mexicana donde nació el 10 de febrero de 1818.
Lo acompaña su segunda esposa, Emilia Golard. Acaso con ella conversa de las anécdotas que dieron forma y fondo a su existencia, sin mucho ánimo ya, no porque le falte el ímpetu que lo llevó a debatir en el Congreso con los conservadores cada coma, cada línea, cada párrafo incrustado en la Constitución de 1857 –un proyecto de nación libre que a través de garantías y derechos fundamentales mostraba a los mexicanos por primera vez el camino hacia un futuro próspero para todos, sin distinción de clase social, color de piel o credo religioso–, sino porque la salud, de a poco, lo abandona.
Hace unas semanas sus afecciones lo obligaron a renunciar –él, un verdadero patriota de una limpieza moral inusitada– a su cargo de legislador, recibiendo un homenaje en el Congreso que, según las crónicas de la época, duró siete horas seguidas.
Bien ganadas tiene las palmas ahora don Guillermo, todas las que vengan con la vejez, luego de haber fungido como diputado intachable por un período de veinte años casi de manera ininterrumpida. Hoy sabemos que sus discursos y acciones en tribuna siempre versaron en favor de los desposeídos: “Cuando una nación surge de cimientos indolentes y egoístas, las patrias se degradan en sociedades viciosas y ausentes de legalidad […] Si la patria no apoya a los que menos tienen, luego no nos lamentemos por los delitos derivados de la indolencia gubernamental.”
Pero no sólo en la Cámara habló Prieto de remediar los males sociales. Como periodista fue un paladín de la justicia y publicó incontables artículos, columnas y reportajes en una veintena de periódicos a lo largo del siglo xix. Asimismo, como poeta y novelista su obra fue magistral; a la manera de su contemporáneo Charles Dickens, fue un narrador romántico y costumbrista, que reflejaba en sus textos las conductas humanas representativas de su tiempo.
Guillermo Prieto fue un observador social implacable y desarrolló esa facultad al estudiar detenidamente a los habitantes de la sórdida vecindad del centro de la Ciudad de México en la que habitó durante sus tiempos de adversidad juvenil: a los trece años quedó huérfano de padre y fue abandonado a su suerte por su madre, a quien sin embargo amó y asistió durante toda la vida.
Periodista, narrador, ensayista, cronista, guitarrista…
Con dificultad, don Guillermo se apea del vagón de tren y toma su lugar en el carruaje que lo conducirá a su hogar. El vehículo, tirado por sendos caballos, entra chirriando al barrio de Tacubaya por la avenida Madereros. En el portón de la casa ayudan a descender con mucho cuidado al anciano barbado que viene sumamente agotado del largo viaje, lo que no obsta para que, con voz presta, ordene a la cocinera que le prepare una pierna de guajolote horneado para reponer fuerzas.
Al día siguiente, de buen humor, don Guillermo recibe al joven escritor Luis González Obregón, que se convertirá en uno de los hombres más eminentes de México en el campo de la historia. La entrevista resultante aparecerá en el prólogo de la antología sobre Prieto que González Obregón –biógrafo de otros mexicanos insignes como Cuauhtémoc, Justo Sierra e Ignacio Manuel Altamirano– publicará en 1916.
Prieto detalla algunas facetas de su obra hasta el momento desconocidas: “Mi labor ha sido fecundísima: poesía, crónicas de teatro, sociales o política, narraciones de viajes, novelitas, artículos de costumbres, editoriales, críticas literarias, estudios pedagógicos…”. Cuanto pueda uno imaginarse. “¡Hasta recetas de cocina, novenas, triduos y jaculatorias!”, se jacta con gracia don Guillermo ante su pasmado interlocutor.
Mas Prieto se queda corto. No lo dice, pero además fue cantante y guitarrista inigualable, compositor del himno nacional alternativo (“Los cangrejos”, que entonaban a diario los miembros del ejército liberal); hombre de ciencia al que le encantaba descifrar los jeroglíficos mayas, nahuas, sánscritos y de otras lenguas extintas. Finalmente, geógrafo, astrólogo y astrónomo en sus ratos libres.
Al marcharse González de Alba, don Guillermo se queda pensativo y en silencio en la sala de su casa. Posa la mirada en el horizonte. De pronto le viene a la mente el apodo con que su mejor amigo, su hermano del alma, Ignacio Ramírez, lo bautizó un día luego de conocerse en el antiguo Colegio de San Gregorio, que era dirigido por el eminente clérigo liberal Juan Rodríguez Puebla: Fidel. ¿Por qué habrá sido? ¿Sería porque el término en latín fidelitas-atis se refiere a lealtad? Vaya uno a saber. Pero a Prieto le gustó tanto que con ese seudónimo firmó buena parte de sus escritos.
Sonríe. Si Ramírez no se hubiera muerto hace tanto ya, en 1879, tendría su misma edad y de seguro en tardes como ésta, fresca y soleada, los dos viejos evocarían el recuerdo de los años felices cuando, siendo poco más que unos niños, acudieron a sembrar un pequeño árbol de ahuehuete al pie del Castillo de Chapultepec en el cumpleaños dieciséis de quien años más tarde sería conocido, admirado y respetado (y, claro, temido también por sus adversarios) con el nombre de Nigromante. Los dos amigos se juraron solemnemente velar por la patria en tanto viviera ese árbol majestuoso que a la fecha sigue dando sombra en el mismo lugar.
La luz de la humildad
El Nigromante, el liberal más puro y un hombre resueltamente ateo desde muy joven (recuérdese su legendaria proclama “No hay Dios. Los seres de la naturaleza se sostienen por sí mismos”, que le reservaría un lugar en la prestigiada Academia de Letrán –el sitio donde empezó realmente la literatura mexicana, en palabras de José Emilio Pacheco– y en el famoso mural de Diego Rivera Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central), se refería a Prieto como “un espíritu que resplandece con una luz de humildad superior a la de cualquier santo laico”. Fidel, por su parte, admiraba profundamente a su amigo, un gigante –en el sentido figurado y literal de la expresión, ya que medía casi dos metros– que entre otras hazañas se encargó de elaborar íntegras las Leyes de Reforma, que en Veracruz entregaría en propia mano al presidente Juárez para que fueran promulgadas.
Los amigos fundarían en 1845 –con el invaluable apoyo de Manuel Payno– el diario Don Simplicio, que tendría una existencia apenas de dos años, suficientes para erigirse en el faro de la ideología liberal de la época. En sus páginas se ejercía una feroz crítica política, echando mano de la sátira y un estilo irreverente y humorístico, donde Ramírez utilizaría por vez primera el seudónimo de Nigromante. Las puyas más frecuentes eran lanzadas contra el clero, el ejército y el dictador Santa Anna, al que no querían de regreso en el poder.
Para oponerse a Don Simplicio, los conservadores crearon El Tiempo, bajo la dirección del execrable ideólogo Lucas Alamán. Lograrían imponerse sólo a través de la censura y el encarcelamiento de los fundadores del periódico liberal, aprovechando la coyuntura de la intervención estadunidense en México.
Prieto recuerda ahora, aún sentado en su mullido sillón, que fue al amparo del egregio Andrés Quintana Roo y su esposa, Leona Vicario (“una dama en que se fusionaban los dos términos más sublimes: el de generala y santa laica”, Nigromante dixit), que resolvió su precaria situación económica antes de los veinte años al obtener un empleo como trabajador en aduanas. Luego sería ministro de Hacienda en tres ocasiones (en los gobiernos de Mariano Arista, Juan Álvarez y Benito Juárez), ministro de Relaciones Exteriores en la fugaz presidencia de José María Iglesias, secretario particular de Valentín Gómez Farías y Anastasio Bustamante, y hasta recibiría una invitación –que supo rechazar gentil pero firmemente– para formar parte del gabinete de Porfirio Díaz, mucho antes de que el dictador traicionara todo precepto democrático e incluso renegara de la Constitución de manera insultante.
Respetuoso de las instituciones, Prieto nunca habló abiertamente en contra del presidente Juárez, aun en el momento en que liberales del calibre de Ignacio Ramírez se distanciaron del político oaxaqueño, señalándolo de quererse perpetuar en el poder como una suerte de Antonio López de Santa Anna.
“Una trampa, la vida sin principios”
Un par de semanas después de cumplir setenta y nueve años, los males de don Guillermo se agravan. Con el corazón muy debilitado tras una vida de contrastes (como muchos grandes de la historia, ha logrado sobrevivir hasta las postrimerías del siglo xix a pesar de haber iniciado con todas las circunstancias en su contra), está casi ciego y sufre algunas infecciones dentales que le causan septicemia.
El primer día de marzo de 1897, su joven esposa manda traer a un sacerdote amigo de la familia para brindar consuelo y asistencia espiritual al agonizante. Al día siguiente, al caer la tarde, José Ramón Guillermo Agustín Prieto Pradillo exhala su último aliento, en paz, rodeado de su familia, abrazando un crucifijo y una Biblia. Atendiendo su voluntad, el funeral es discreto y decoroso. Sí, en este mundo se puede ser un buen creyente y un ciudadano ejemplar.
Es triste aquel final de invierno en la capital mexicana; el clima se trastoca con lloviznas y cielos plomizos. Dicen los habitantes que así llora la ciudad a Fidel, su poeta favorito. “Cuesta tan poco trabajo escribir desatinos,/ Que todos nos creemos sabios poetas,/ Sin cultura, un escrito es un absurdo,/ Sin sentimiento, un poema es un sepulcro,/ Una trampa, la vida sin principios./ Preferir el anonimato, que una falsa adulación,/ Muchas sonrisas son tan falsas como el peltre./ Los amigos son hermanos adoptivos, pero…/ ¡Mejor me callo y me despido!” Guillermo Prieto, 1839.