Posiblemente ningún otro cineasta mexicano en las pasadas dos décadas haya sido más controvertido y cuestionado que Julián Hernández, cuya obra ha sido objeto de denostaciones a menudo arbitrarias y también de elogios en ocasiones desmedidos. Ninguno, en todo caso, ha padecido de igual modo al inicio de su carrera el rechazo o ninguneo de su trabajo por un prejuicio homofóbico de parte de la dirección de su escuela de cine, el antiguo CUEC. A pesar de esa primera adversidad, la trayectoria del realizador tuvo una fortuna singular al obtener en dos ocasiones un reconocimiento en el festival de cine de Berlín por Mil nubes de paz cercan el cielo, amor, jamás acabarás de ser amor (2003), su debut memorable, y por Rabioso sol, rabioso cielo (2009), largometraje de más de tres horas de duración. Estas distinciones en la sección gay de un festival prestigioso, y el natural desenfado con que el director mostraba en sus trabajos los desnudos y las relaciones pasionales de sus personajes masculinos, propiciaron su rápido encasillamiento como el artífice más visible de un cine de temática gay sin otro antecedente mayor que Jaime Humberto Hermosillo, el pionero insoslayable. La etiqueta pesó entonces, y pesa hoy todavía, por su obstinado reduccionismo crítico.
Las metamorfosis artísticas de Julián Hernández. A manera de respuesta, el cineasta diversificó sus ejes temáticos más de lo que se suele reconocer, y a lado de su cómplice artístico, el productor y cineasta Roberto Fiesco, ha transitado de un áspero naturalismo urbano, escenario de desencuentros amorosos ( Mil nubes de paz…) a la estilizada coreografía de un cortejo romántico homosexual ( El cielo dividido, 2006), para luego incursionar en un díptico narrativo que combina melodrama y misticismo, y donde la pasión de dos hombres, separados en el tiempo y el espacio, triunfa sobre la fatalidad gracias a una divinidad femenina ( Rabioso sol, rabioso cielo). Esta trilogía del deseo refleja las búsquedas formales que el director ha venido ensayando en sus cortometrajes y las intensifica. Muy pronto su público se familiariza con la expresividad de sus planos secuencia y la sensualidad agitada de esos giros de 360 grados que son un sello estilístico del cineasta. En una nueva etapa creativa, Julián Hernández realiza Yo soy la felicidad de este mundo (2014), relato dividido en tres segmentos, donde disecciona el juego de poder entre un director de cine y sus dos objetos de atención erótica, un bailarín de danza clásica y un joven prostituto. En contraste con la engañosa luminosidad del título, se perfila un ácido escepticismo en materia sentimental que rompe con la ensoñación rosa de El cielo dividido y da paso a la exploración de variantes del cine negro en dos cintas muy recientes: Rencor tatuado (2018), violenta revancha femenina sobre machos violadores en una ciudad dominada por la corrupción judicial, y La diosa del asfalto (2020), relato de un ajuste de cuentas en una pandilla de mujeres bravas en un barrio capitalino de los años 80. En este vigoroso empoderamiento de género, situado en un ámbito proletario, persisten, ajenas ya a toda idealización romántica y cualquier otra mística, constantes temáticas como la soledad de los personajes, la dependencia sexual y los azotes de un amor mal correspondido.
¿La novedad del cine de Julián Hernández? Sus relatos rompen de tajo con la representación convencional de la apostura masculina en el cine mexicano, reivindicando la sensualidad de un mestizaje muy a contracorriente de los clichés estéticos dominantes en los medios, y celebrando de paso una vibrante fluidez sexual; también confieren una nueva significación a los mitos populares del melodrama de la época de oro incorporándolos a las nuevas narrativas de una sexualidad disidente que con malicia derriban toda exaltación del machismo; y finalmente aclimatan al espacio local urbano las coreografías de ligue –en cines abandonados o en terrenos baldíos– de algunos otros nómadas sexuales en la obra del malayo-taiwanés Tsai Ming-liang ( Good Bye, Dragon Inn, 2003) o del filipino Brillante Mendoza ( Serbis, 2008), sin ocultar la vieja huella del cine de Pasolini o de Fassbinder. La retrospectiva que actualmente dedica la Cineteca Nacional a Julián Hernández invita a una revaloración cabal y desprejuiciada de su trayectoria artística, también a calibrar una complejidad dramática alguna vez opacada por un sentimentalismo de fachada que a la postre habría de resultar simplemente artificioso. Del director de La diosa del asfalto bien cabe esperar nuevas apuestas temáticas y una mayor prosperidad de su espíritu independiente.
Algunas cintas de esta retrospectiva están disponibles en la plataforma FilminLatino.