Un año después de la insurrección campesina indígena del 1º de enero de 1994 en Chiapas protagonizada por el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), el gobierno de Ernesto Zedillo, a través de la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena), desplegó en ese estado las directrices básicas de la llamada guerra de baja intensidad (GBI), particularmente en lo que atañe a las labores de inteligencia, guerra sicológica, acción cívica y control de población, incluido el uso de grupos paramilitares y con un componente adicional de nuevo cuño: la guerra de redes sociales ( social netwar).
Como parte de una doble acción de destrucción/despoblamiento y reconstrucción/reordenamiento, la GBI cambió el curso de la guerra en Chiapas, la hizo irregular, prolongada, de desgaste, no convencional, incluido un embate político-ideológico. En ese tipo de guerra el centro de gravedad ya no es el campo de batalla per se, sino la arena político social. Por eso la batalla es, sobre todo, política y sicológica. Se busca influir en la conducta de la población, del enemigo y de la propia fuerza. La guerra sicológica trata de explotar las “vulnerabilidades” del enemigo y su base de apoyo: miedos, necesidades, frustraciones. Y eso incluye a mujeres y niños, porque en esa guerra no declarada no hay leyes que protejan a los no combatientes; no hay civiles ni neutrales, todos son parte. Se es aliado o enemigo. El terror se utiliza como instrumento político de control de las mayorías, que busca generar dependencia, intimidación e incapacitar toda proyección hacia el futuro de manera autónoma.
En ese contexto, tras los violentos primeros 10 días de 1994 que conmovieron a México, y de los diálogos de paz entre el gobierno de Carlos Salinas y el EZLN en la catedral de San Cristóbal de las Casas, con la mediación del obispo local, Samuel Ruiz, el 21 de diciembre de ese año, la aceptación, por Zedillo, de la Comisión Nacional de Intermediación (Conai) encabezada por el tatik Samuel, parecía abrir cauce a una solución negociada. Pero fue una simulación. Zedillo autorizó la puesta en práctica del Plan de Campaña Chiapas 94 de la Sedena, cuyo objetivo era “destruir y/o desorganizar la estructura política y militar del EZLN”, para lo cual, junto con operaciones propias de la contrainsurgencia, se instruía la organización, adiestramiento, asesoramiento y apoyo de “fuerzas de autodefensa u otras organizaciones paramilitares” (sic).
De manera textual se ordenaba “organizar secretamente a ciertos sectores de la población civil –entre otros, a ganaderos, pequeños propietarios e individuos caracterizados con un alto sentido patriótico–, quienes serán empleados a órdenes en apoyo de nuestras operaciones”. Las tareas de adiestramiento y apoyo de las fuerzas de autodefensa quedaban a cargo de instructores del Ejército. Los paramilitares debían participar en los programas de seguridad y desarrollo de la Sedena, y suministrar información que alimentara las distintas ramas de la inteligencia militar (contrainformación, inteligencia de combate, inteligencia para el apoyo de operaciones sicológicas, inteligencia de la situación interna). Además, “en coordinación con el gobierno de Chiapas y otras autoridades”, la séptima Región Militar debía aplicar la “censura” (sic) a los medios de difusión masiva, a los cuales se debería “manejar con tacto y en beneficio de las fuerzas armadas mexicanas”.
El Plan de Campaña Chiapas 94 se nutrió de los contenidos del Manual de la guerra irregular de la Sedena −una adaptación del Field Manual Psychological Operations FM3-05.30 (https://fas.org/irp/doddir/ army/fm3-05-30.pdf) redactado en 1987 para los instructores del Pentágono en Fort Bragg−, que señalaba la necesidad de introducir “peces más bravos” en el agua para “atacar” a la guerrilla, con “unidades de personal civil o militarizado en terreno propio” (o “nativo de la región”), “dirigido, asesorado y coordinado por el comandante militar del área”. Ese personal clave tenía la tarea de esparcir “rumores”, “propagar noticias falsas”, “dividir y desorganizar” comunidades al “inducir comportamientos para reducir o eliminar a los simpatizantes del enemigo” y “causar confusión con fuerte impacto sicológico”.
Tras la ofensiva militar del 9 de febrero de 1995 −conocida como “la traición de Zedillo”: el fallido intento por capturar al subcomandante Marcos y descabezar a la comandancia indígena del EZLN−, surgieron en Chiapas media docena de grupos paramilitares de la mano del comandante de la séptima Región Militar, general Mario Renán Castillo.
El 6 de marzo de 1996 nació Servicios y Asesoría para la Paz (Serapaz) para facilitar la gestión administrativa de la Conai, y desaparecida ésta, junto con Samuel Ruiz y el obispo coadjutor Raúl Vera, los integrantes de Serapaz se convirtieron en un objetivo militar de la contrainsurgencia. En diciembre de 1997, la matanza de Acteal en el municipio de Chenalhó, perpetrada por el grupo paramilitar Máscara Roja, de filiación priísta y respaldado por una brigada de operaciones mixtas (BOM), integrada por militares, policías judiciales y de seguridad pública del estado, marcaría la cúspide de la guerra sucia. Acteal fue un golpe dirigido al corazón de la mediación, el obispo Samuel Ruiz. Los 45 indígenas tzotziles asesinados mientras oraban en la ermita de la comunidad, eran el sustrato de la iglesia con rostro indígena de Chiapas; la masacre fue un golpe demoledor para el prelado y su equipo diocesano, asestado desde el poder con la intención de hacerlo abandonar su ministerio y la causa de los indios pobres. Pero también estuvo dirigido a acabar con la molesta Comisión Nacional de Intermediación.
Serapaz cumple ahora 25 años de estar bregando por una paz justa y digna, pero en el marco de una guerra por territorios y recursos geoestratégicos, las agresiones paramilitares en los límites de los municipios de Chenalhó y Aldama son parte de la cotidianidad que padecen los pobladores de esa región; el terror que no cesa.