Una vez más, el tema de la migración es motivo de seminarios, editoriales y comentarios en medios de comunicación. La llegada masiva de inmigrantes procedentes de Centroamérica, México y en menor medida de otras naciones es uno de los problemas más acuciantes para la administración del presidente Biden. Las complicaciones son variadas y van desde la forma en que el sistema jurídico de Estados Unidos procesa el creciente número de solicitudes de asilo (a la fecha más de un millón 300 mil), las condiciones de los albergues, el trato que se da a los migrantes y la forma arbitraria en que han separado a los menores de sus padres. A esos problemas se añaden los ocasionados por mal trato y violaciones en su tránsito hacia ese país y una vez que llegan los salarios miserables que les pagan, la negativa a proporcionarles seguridad social y servicios médicos, así como el chantaje del que son objeto por empleadores inescrupulosos. Para colmo, muchos se convierten en vendedores callejeros controlados por mafias que los explotan en un régimen cautivo con ribetes de esclavitud.
Los estudios sobre la migración han sido tema para cientos de especialistas durante años y las propuestas para atenuarlos son variadas, pero a fin de cuentas existe la evidencia de que el origen del problema tiene un común denominador: pobreza y violencia. La experiencia también ha demostrado que la solución no son parches que se revientan por la presión sistemática y creciente de quienes engrosan el ejército de desesperados que buscan asilo en los países más desarrollados. En último término, no debiera ser tan difícil entender que la solución estriba en la necesidad urgente de compartir los frutos del desarrollo, no sólo la explotación de los recursos naturales y humanos de los países expulsores. Ésa es la piedra de toque del problema migratorio. Lo otro, como históricamente se ha probado, son soluciones cortoplacistas que rápidamente se agotan. Es evidente que, de no atacar las condiciones que en último término ocasionan la migración, ni en el mediano y mucho menos el largo plazo existirá la posibilidad de una solución duradera. Así quedó de manifiesto cuando se aprobó la reforma conocida como IRCA, que en 1986 regularizó a millones de indocumentados que vivían en Estados Unidos y, en otro momento, la intención del programa de contratar a trabajadores por temporadas. Por diversas causas, ambos fueron insuficientes para resolver el problema de fondo. La migración continuó en aumento, entre otras causas porque los gobiernos de países expulsores de migrantes dieron rienda suelta a las políticas que beneficiaron a los menos, a las corporaciones extranjeras, a la corrupción, al crimen y a la explotación y depredación sin límites de los recursos naturales. El resultado: las condiciones que originan la migración se multiplicaron.
En esta ocasión, en un intento por atacar de fondo los problemas que la migración ocasiona, el gobierno de Biden ha puesto de relieve la necesidad de ayuda económica a los países expulsores de migrantes, pero también evitar que la ayuda termine en manos de gobiernos corruptos, las corporaciones que alientan esa corrupción y las bandas de delincuentes que se benefician del tráfico de migrantes. Los detalles de la propuesta no están aún claros, pero cabe esperar que en esta ocasión vayan más allá de meros parches. El diablo está en los detalles, más aún cuando está disfrazado de republicano.
Cruel paradoja: Estados Unidos abre los brazos al turismo anti-Covid pero, en su frontera, cientos de desesperados migrantes son rechazados o deportados, clara evidencia de la esquizofrenia que ha caracterizado al sistema migratorio durante años.