Se dice que un sistema es resiliente cuando es capaz de recuperar su estado inicial al cesar la perturbación a la que ha sido sometido. Los efectos, ciertamente muy notorios y adversos, de la pandemia del coronavirus en términos sanitarios, económicos, políticos y demás, han puesto sobre la mesa las condiciones y limitaciones de esta capacidad en el país.
No se trata, en estos términos, de conseguir un mejoramiento de la situación anterior, ojo con esto, sino que sólo se refiere a volver al estado inicial, aunque no haya sido bueno. Por ahora ése es el terreno de la discusión, así lo muestran los muy diversos datos disponibles (y debe reconocerse al respecto el trabajo que ha hecho el Inegi y la necesidad de preservarlo y seguirlo mejorando), y también es el entorno en el que se mueve el discurso oficial. No es suficiente, pero por ahora, las cosas no dan para más.
Una consideración indispensable, pues, es fijar los parámetros del estado anterior y con base en los que se considera la resiliencia. Otro asunto es lo que se espera que suceda luego de que esta se manifieste o no. Esto último puede, sin duda, ocurrir.
La manera en que se presenta usualmente la noción de la resiliencia tiende a asimilarse a alguna idea relativa a la capacidad de resistencia de una entidad en particular o del conjunto de un sistema, sea simple o complejo, como es, claramente una sociedad como la nuestra. Pero, no es lo mismo resistir, lo que se asocia usualmente con aguantar, y que puede hacerse hasta el agotamiento mismo, que ser resiliente, o sea, volver al estado anterior a la alteración a la que se ha estado expuesto. Lo que pase a partir de ahí es otra cosa.
En todo caso la resiliencia apela a una serie de fuerzas o debilidades para enfrentar una condición crónica o alguna cuestión contingente. El lento crecimiento económico, la desigualdad social, la precariedad laboral, el deterioro del medio ambiente, la frágil situación de la salud de la población, la persistente violencia e inseguridad pública, entre muchos otros, son aspectos reconocibles de la situación prexistente, que se ha deteriorado a consecuencia de la pandemia y, también, inevitablemente, de la forma como se ha enfrentado.
Un dato inapelable es la cantidad de fallecimientos, los que se cuentan “en tiempo real” como han dicho las autoridades y los que han de sumarse por fuera de esa medición, lo que es indispensable. Se ha señalado que la cifra oficial habría que multiplicarla por tres cuando menos para aproximarse a un dato más certero, lo que no fue rebatido por la Secretaría de Salud. De esto hay que dar cuenta eventualmente, no puede echarse en saco roto.
Los asuntos que tienen que ver con el nivel de la actividad económica: la producción, el empleo, el gasto en consumo e inversión han repuntado en la medida, primero, en que se ha ido abriendo la economía y, también, por el aumento de la demanda de exportaciones asociada con la recuperación de la economía de Estados Unidos.
La cuestión es hasta dónde alcanzará este impulso externo que tiene sus propios cuestionamientos de origen, relacionados con el efecto sobre el crecimiento de los precios y las tasas de interés. En todo caso el asunto que hay que considerar tiene que ver con la situación en que nos pondrá en relación con el crecimiento económico mínimo de 2019, antes de la pandemia. ¿Podrá la demanda externa jalar la actividad productiva? Y, de ser así, cuál será el escenario diferenciado con el resto de los sectores productivos y la capacidad de crear más empleos e ingresos.
Aunque así considerada haya muestras de resiliencia en el sector externo, según se ha definido ésta más arriba, las condiciones habrán mejorado, pero serán por completo insuficientes para fortalecer el bienestar de manera duradera y con el indispensable impulso endógeno. Es obligatorio revisar el soporte de un gasto público mejor concebido y más robusto y un impulso al gasto privado.
Entonces tendrá que intervenir el gobierno para reiniciar un crecimiento sostenido por la dinámica interna, especialmente un aumento significativo de la inversión total (pública y privada), pues el jalón del exterior no será permanente y, además, dado que el programa de enorme gasto público del presidente de Estados Unidos, Joe Biden, tenderá a generar fricciones de diverso tipo en ese país, mismas que se extenderán hacia México.
La pandemia ha provocado un deterioro del bienestar de muchas familias, según indican los datos del empleo, el número de horas trabajadas (subempleo), la informalidad y las remuneraciones, también aquellos relativos a la pobreza laboral y, en especial, el impacto adverso en las condiciones de las mujeres.
Una parte de esa situación tiene que ver con las decisiones de política pública y el modo de distribuir los apoyos económicos. Ahí existe un amplio espacio para el debate y la apertura de los criterios, mismos que no se dan.
Las abundantes remesas desde Estados Unidos han aliviado la situación para muchas familias, pero esta fuente de divisas y recursos no puede ser el eje de una política económica. Eso no es razonable, ni social ni políticamente. México es el tercer lugar en el mundo por la cantidad de remesas que recibe; después India y China, lo que hace que, en términos por habitante, especialmente del conjunto de los que reciben las remesas, éstas sean relativamente más significativas. Ésta es otra forma de dependencia, de México con respecto a Estados Unidos.