Para nacer cansada
Empequeñecida, a modo de resumen de lo que es la condición humana, Laurita no se reponía del sobresalto de nacer a los 25 años. Nunca fue bebé, ni supo los veloces avatares de la infancia. Y de la adolescencia, ni sus luces. A los 25 muchas mujeres ya son madres, trabajan, terminaron una carrera. Laurita empezaba de cero, pero con el habla y la asociación de ideas que proporciona un cuarto de siglo. Digamos que Laurita debutó con bastante teoría pero nada de práctica.
Como sabemos hoy, ya entonces tal anomalía no era rara. Cada vez más, la gente nacía a los 25 años, o más. Algo desconcertante. Hijos de los hijos del milenio, comenzaban la carrera vital con abundante información y recursos infinitos de consulta con sólo aplicar un dedo.
Aunque iniciaba apenas su biografía, Laurita se sentía cansada. No era para menos. Tanto asunto de un tirón demandaba mucha energía. Desde el día que pisó la calle los demás supieron su nombre y tuvieron libre acceso a su expediente de manera instantánea. Cargada de ingente información y una marea de datos, era en la Tierra una recién llegada que desconocía el carácter, pues no se había formado ninguno.
Afortunadamente para ella y los demás en su misma situación, por todas partes salían indicaciones, advertencias, instrucciones facilitadoras. En adelante, para vivir la bastaría seguir los instructivos, llenar el formulario y esperar indicaciones.
Lulú y Carballo
Como pareja eran de acero, olvidados de cuándo comenzaron. Nada jóvenes, así fueron siempre. Un pasado borroso, si no es que borrado. Un millón de expresiones repetidas y miles de noches de sexo que parecen la misma, si a los resultados nos atenemos. Vivieron hasta el tedio la fijeza de ser siempre los mismos en instantes idénticos, reiterados, calcados, copia de la copia de la copia de un original ahora perdido.
La indiferencia de un dios doméstico
Este es un gato en un balcón y dentro del balcón y del gato un sueño en japonés. Allí los atunes nadan en el mar interior y las carpas del estanque sufren dentelladas y rasguños del gato juguetón y ocioso. No importan el lugar, la cultura ni el milenio, un gato es un gato es un gato.
Persigue a conciencia la sombra de lo que se mueve y el hilo conductor a lo que sea. Cazador meticuloso y voluble, atento y distraído, eléctrico o dormido, atrapa al ratón o la mariposa y el resto del tiempo es pura siesta. Infalible detector de vibraciones, ningún fantasma se le escapa. El gato es un misterio pero eso, al gato, lo tiene sin cuidado.
Fama involuntaria
Ovidio vive con el corazón blindado. Desde que los vecinos descubrieron que es idéntico a un futbolista que sale en los partidos televisados (con frecuentes acercamientos de cámara) no le dan respiro. Lo traen de bajada. Primero que si la barba negra. Se la rasuró con todo y bigote; el siguiente domingo el jugador, sin barba. Los comentaristas del partido lo comentaron. Que le sale cierto acné, el acercamiento del miércoles en la noche muestra al mediocampista en cuestión con el cutis dañado. Ovidio, que ni patear el balón sabe, debe ir esquivando los pelotazos, las pedradas y las bolas de chicle de los niños, los olé y goool de las vecinas carcajeándose en las ventanas. Además, ese jugador es la estrella de un equipo contrario.
Decidió tatuarse. A escondidas. Qué tal que alguien lo anda espiando. Siente que le copian para fastidiarlo. Sosias de un deportista público que se la pasa corriendo en pantalones cortos y a veces rueda por el pasto, Ovidio ideó algo íntimo y personal, un dragón celta en la espalda, del tamaño de un puño. Un detalle oculto bajo la camisa. El siguiente fin de semana para su horror (se ha visto obligado a ver los partidos paras prevenirse de lo que haga o diga el vecindario), en el intercambio de camisetas de los dos equipos al empatar la liguilla ¡vio en la espalda de su doble el mismo dragón secreto que estrenaba en la espátula derecha!
Eso es demasiado. Se quita lo que trae encima, sale desnudo a la calle, y que se lo lleven detenido por indecente y lo encierren una o dos semanas. A ver entonces quién juega el partido de vuelta. A ver. A ver. ¿Ah, verdad? (Falta que reporten lesionado al famoso deportista, o contagiado de bicho. La aparente locura de Ovidio habrá sido inútil o empeorado su dañada reputación).
El circo
Qué mono tan mono, dijo Melón a Sandía cuando caminaban cerca de una carpa monumental en Iztacalco. ¿No que prohibieron los animales en los circos? El mono extendió a Melón, y enseguida a Sandía, un boleto de entrada y los invitó con la mirada fija. El aforo rebosaba de animales de diferentes especies, un arca de Noé muy democrática. En la pista circular comenzaban sus rutinas hombres y mujeres en cadenas o amaestrados, para algarabía de las jirafas y la focas. Melón no supo si estaban del lado del público o los habían capturado para el espectáculo. Un pelotón de mandriles dejó claro que se trataba de lo segundo y los condujo a una jaula.