Me conformo con que me oigas, aunque no me respondas. No eres el único en quedarse callado. Ya hasta se me hizo costumbre que hablo y hablo y nadie me contesta. A veces pienso que en esta casa todo el mundo se ha vuelto sordo. Si acaso se dirigen a mí es para reclamarme que me queje tanto porque no me ayudan.
Piensan que como soy el ama de casa me corresponde hacerlo todo. No miento. A ti te consta que no levantan ni un popote. No lo digo por mi suegra, Luisa, porque ella, la pobrecita, ya no puede, sino por Joel, Moni y Ramiro, que no alzan ni siquiera las toallas que dejan en el baño. Y luego me preguntan por qué siempre estoy cansada. Pues porque trabajo como loca desde que me levanto hasta que me acuesto. Creéme que hay noches en que el dolor de espalda no me deja dormir y mejor me pongo a adelantar lo que tengo pendiente. Siempre es un montonal: jamás termino.
II
Conste que nada más a ti te lo digo, chaparrito, pero la verdad es que como que ya no me quedan fuerzas. Las he agotado en más de un año de atender a la familia (incluido Ramiro, que ojalá pronto haga las paces con su mujer y se regrese a vivir con ella), llevar todo lo de la casa y, además, seguir con mi trabajo.
En comparación con los que tenía antes, me quedan muy pocos clientes. Tengo la esperanza de que, cuando la situación se normalice por completo, vuelvan a ocuparme las personas a las que desde hace años les he llevado su contabilidad. Son dueños de negocios pequeños que no les rinden lo suficiente, ya no digamos para contratar los servicios de un profesional, ni siquiera para mantener funcionando sus changarritos.
Por favor, chaparrito, hazte a un lado. ¿Qué te iba a decir? Ah, sí, lo de don Susano. Puso su papelería con lo que le dieron por su jubilación y, ya viste, al año tuvo que cerrar “Cuadernos y lápices” porque con eso de las clases a distancia los niños dejaron de asistir a las escuelas de por aquí y ya no hubo quien le comprara ni una cartulina.
Lo mismo sucedió con las casas de huéspedes. Eran varias. Recibían sobre todo a estudiantes venidos de provincia que, al no tener familia con la que pudieran acomodarse, rentaban un cuartito entre dos o tres compañeros. Llegó la pandemia, los institutos y la universidad cerraron y los jóvenes mejor se devolvieron a su tierra para no seguir pagando inútilmente su alojamiento. ¿Ves que estoy loca, chaparrito? Como si no tuviera suficientes problemas, me pongo a pensar en esas cosas.
III
Cuando apareció la enfermedad, ni quién se imaginara las consecuencias. Para mí han sido terribles en lo económico y en lo personal. Joel, mi marido, se ha vuelto una persona muy difícil: como tiene mucho miedo porque ya se nos está terminando lo de su liquidación en la embotelladora, me lleva cuenta de lo que gasto y en qué.
El otro día –lo oíste– tuvimos un pleitazo porque se le ocurrió revisarme las bolsas del súper para ver si había comprado nada más lo necesario. ¿Te parece que una mugrosa mermelada de fresa sea un lujo? A él sí, pero a mí no: tenía muchas ganas de algo dulce, pero luego se me quitaron y de puro coraje estrellé el frasco en el piso. ¡No lo hubiera hecho! Joel a cada rato me lo reclama y va y se lo dice a su madre, como si estuviera ocurriendo en ese momento. Yo hago como que no oigo. De todos modos ni me pelan, entonces, ¿para qué..?
En todo el tiempo que llevamos de matrimonio, Joel y yo casi nunca peleamos. Ahora sí. Aunque procuro evitarlo, no puedo, y menos cuando me sale con que si estoy cansada no es porque trabaje mucho, sino porque no sé organizarme y nomás desperdicio mi tiempo.
Le daría la razón si me la pasara las horas hablando por teléfono o viendo la tele, pero ya ni eso hago. Entonces, chaparrito, tú dime en qué pierdo el tiempo, a ver, ¿en qué? Temprano, lo primero que hago es darles el desayuno a mis sobrinos y luego voy a cambiarle el pañal a mi suegra. En cuanto termino de arreglar la casa meto la ropa en la lavadora y me pongo a preparar la comida. A doña Luisa le gusta que se la sirva temprano porque si come tarde le dan regurgitaciones en la noche y menos duerme.
IV
Antes del mediodía me siento con mis sobrinos mientras reciben sus clases por tele. No les brindo mucha ayuda porque no siempre entiendo lo que les dicen los maestros. No es su culpa; sé que los profesores hacen su mejor esfuerzo. Lo que pasa es que en mis tiempos los estudios eran de otra manera. Por ejemplo: te decían que una oración se forma de sujeto, verbo, complemento ¡y ya!, pero ahora como que las explicaciones son más reborujadas. Sea por lo que sea, me doy cuenta de que mis sobrinos se están atrasando.
Lila no me lo dice claramente, pero me doy cuenta de que ella piensa que será mi culpa si sus hijos reprueban por no dedicarles más tiempo. Aunque quiera, no puedo quedarme con ellos mientras hacen la tarea. Necesito la tarde para atender a mis clientes en sus papeleos y todos los trámites que deben hacer.
Esto mi sobrina no lo toma en cuenta. Ella sigue obsesionada con su desgracia. La comprendo y lamento mucho que su esposo haya muerto infectado, pero ya pasó tiempo. Es hora de que le eche ganas y entienda que también para mí la situación es muy difícil. No me pesa que ella y sus niños se hayan venido a vivir con nosotros desde que enviudó, pero se me hace muy injusto que no me ayude en nada. Con el pretexto de que vender calzado de puerta en puerta es cansadísimo, llega, cena y se acuesta. En la mañana se arregla, sale y ni siquiera deja tendida su cama. ¿Quién tiene que hacerlo? Pues la tonta de yo. ¿Crees que me da las gracias? ¡Ni de broma!
Lila ha de pensar que me paso el día rascándome la barriga. A ti te consta que es todo lo contrario y a veces ni siquiera tengo tiempo para que demos la vuelta a la manzana. ¿Me perdonas, chaparrito? Oye, creo que te gusta más que te llame así –chaparrito– y no Brukman, como te pusieron mis sobrinos. Cuando estemos solos te voy a cambiar el nombre. ¿Comprendes? Sí. Me lo dicen, como siempre que te platico mis cosas, tus orejitas paradas y tu silencio de perro.