El pasado jueves, un nutrido grupo de académicos de primera línea en distintas especialidades, entre los cuales una constelación de juristas especialmente respetados, envió una petición al Supremo Tribunal Federal, instancia máxima de la justicia en Brasil, para que el ultraderechista presidente Jair Bolsonaro sea sometido a una batería de exámenes para evaluar su condición mental.
Se mencionan señales concretas de “deficiencias cognitivas serias”, y se recomienda que, de confirmarse un cuadro sicótico, el mandatario sea alejado de sus funciones. Luego de analizar una serie de iniciativas y afirmaciones de Bolsonaro, el texto dice que “se dibuja una patología grave” y existen indicios de que son altas las posibilidades de que “presente un trastorno de personalidad paranoide”.
Todo indica que la petición no llegará a otro puerto que los cajones de los escritorios de los dignísimos integrantes de la corte suprema.
Pero la iniciativa expone hasta qué grado las actitudes absurdas, patéticas y totalmente desequilibradas de Bolsonaro superaron todos los límites admisibles. Más allá de destrozar el país, el ultraderechista promovió, durante la más grave pandemia en Brasil, un genocidio que causó la muerte de más de 440 mil personas, de las cuales al menos la mitad se pudo haber evitado, según médicos y científicos.
Por más que no pase de un simbolismo indicando el grado de alarma que alcanzó la parte lúcida de los brasileños, la noticia coincide con dos fuentes que no hacen más que brotar sobre Bolsonaro y sus hijos, noticias que oscilan entre las malas y las pésimas.
Eso seguramente explica el grado de ascensión de las amenazas y frases vacías de cualquier lógica o vínculo con la realidad que mandatario e hijos despejan diariamente sobre una opinión pública cuya mayoría se revela cada vez más atónita y angustiada, sin ver alguna señal de salida a la vista.
La primera de esas fuentes emitiendo noticias negativas es la Comisión de Investigación (bautizada como “Comisión del Genocidio”) instaurada en el Senado, que empezó a funcionar la semana anterior. Los dos primeros ministros de Salud del gobierno Bolsonaro, ambos médicos, aseguraron, bajo juramento, que desde un primer momento el mandatario se rehusó a adoptar medidas preventivas recomendadas por autoridades de salud de todo el mundo, y prefirió recomendar el uso de fármacos que, además de no tener ninguna eficacia sobre el virus, pueden tener efectos colaterales gravísimos.
Todos los demás que comparecieron, inclusive el ex secretario de Comunicación, aliado incondicional de Bolsonaro (en su caso específico, por inhabilidad y torpeza), contribuyeron para que creciera la lista de denuncias indicando que no sólo el mandatario, sino otros integrantes de su gobierno, cometieron no uno, sino varios crímenes de responsabilidad establecidos en la legislación brasileña.
El boliviano Carlos Murillo, quien presidía la sucursal brasileña de la farmacéutica Pfizer, y ahora encabeza la empresa en América Latina, reveló cómo el gobierno de Bolsonaro ignoró de manera rotunda las ofertas de vacuna en cinco ocasiones. Este rechazo significó que al menos 3 millones de brasileños dejasen de ser inmunizados desde diciembre pasado, y otros 5 millones desde marzo.
También se revelaron detalles de cómo Bolsonaro armó un “equipo paralelo”, al margen de los profesiones de salud de instituciones gubernamentales, empezando por el ministerio del sector. Ese equipo, integrado por militares de bajo rango y médicos irremediablemente ignorados por sus pares, defendió la tesis –asesina– de llevar a cabo la “inmunidad de rebaño”, o sea, dejar que el mayor número posible de brasileños se contaminase hasta que el virus fuese controlado.
Esta semana deberá comparecer el general activo Eduardo Pazuello, cuya gestión al frente del Ministerio de Salud es considerado responsable directo por la mortandad creciente padecida por los brasileños. La noticia habrá quitado el sueño no sólo a Bolsonaro e hijos, sino a más de la mitad de los integrantes de su gobierno.
La Comisión de Investigación no tiene poder de castigar a los culpables, pero puede pedir a la Fiscalía General de la Nación que lo haga.
Y aunque no se tome ninguna decisión, el desgaste de Bolsonaro y sus secuaces será seguramente irremediable.
La segunda fuente que produce malas noticias sobre el clan presidencial: los más recientes sondeos de opinión indican que el respaldo a Bolsonaro bajó a escaso 24 por ciento de los entrevistados. Y que, en las elecciones presidenciales de 2022, Luiz Inácio Lula da Silva lo aplastaría de manera cruel.
Bolsonaro y dos de sus hijos saben que si no se religen (uno es senador y el otro diputado nacional) el año que viene, su destino inmediato será en los tribunales. Y en seguida, la cárcel.
Por eso el papá presidente perdió cualquier vestigio de control.