Su nombre lo indica: Tlalpan está sobre la tierra firme; se ubica justo en la orilla de donde alguna vez hubo lagos dulces y salados que, llenos de trajineras con todo tipo de productos, rodeaban a la gran Tenochtitlan y fueron desecados por españoles que, después de cruzar el Océano Atlántico buscando tierra, no querían saber nada de agua, y en su prisa por asegurar un futuro que en Europa no tenían, se negaron a percatarse de que en el Valle del Anáhuac, la mejor opción para cultivar era en chinampas. Es sobre esa tierra firme que se han llevado a cabo, desde el México prehispánico hasta la actualidad, hechos e historias que nos llenan de identidad.
En Tlalpan se fundó la primera civilización avanzada del Valle de México, la de Cuicuilco que, debido a la erupción del Xitle, hace más de 1700 años, tuvo que salir huyendo de una ciudad en la que, afirman los que dicen saber, se dieron los primeros pasos en el establecimiento de un calendario basado en la observación de los movimientos del Sol. Tras la Conquista, y posteriormente la Independencia de México, Tlalpan fue la capital del estado de México; tuvo una casa de moneda y para finales del siglo XIX era una población próspera y cosmopolita, un sitio atractivo para personas adineradas y fascinante para oportunistas, defraudadores y ladrones, entre ellos uno de los más famosos de nuestro país.
Jesús Arriaga, mejor conocido como Chucho El Roto, nació en 1858 en Santa Ana Chiautempan, Tlaxcala, y desde muy pequeño se percató de dos cosas: lo que realmente le gustaba –aún más que los juguetes– era la comodidad, y lo que de plano no se le daba era la formalidad, por lo que, sin empacho y con mucho entusiasmo, se convirtió en ratero, pero eso sí, jamás en asesino. Para Chucho eso de andar asaltando gente en la calle no era algo que le interesara, prefería embaucar –transar a la gente, pues– debido a que, además de no ejercer violencia física, le divertía engatusar a sus víctimas usando un arma para la que los ricos pretenciosos no tienen blindaje: la adulación con la que se infla la vanidad.
Se percató de que como lo veían lo trataban, así que se vistió de fífí, se arregló el pelo, la barba y el bigote para así, catrín por fuera pero roto por dentro, colarse en las fiestas y lugares de recreo de los ricos y famosos decimonónicos mexicanos de quienes aprendió intereses, preferencias, simpatías, valores, bromas y moditos –exactamente iguales a los de muchos ricos y famosos de hoy– para, en su mismo idioma, proponerles negocios.
Raro era el catrín que no caía en la trampa con la que se llenaba los bolsillos para, antes de que la fama de embustero lo alcanzara, cambiar de pueblo y aprovecharse, una vez más, de los pecados favoritos de los ricos: la vanidad y la avaricia. De pueblo en pueblo llegó a Tlalpan, donde encontró un escenario ideal para embaucar a los ricos capitalinos que ahí tenían sus casas de descanso en las que, para fortuna de Chucho, podía criticárseles de todo menos de no saber cómo divertirse, algo que lograban –principalmente– gracias al precursor metabólico de la desinhibición más usado en la historia: el alcohol. Pero hay una justicia que todo lo ve, y gracias a una de esas fiestas Chucho El Roto perdió su ingenio y el amor fue más fuerte que su tenacidad.
Se enamoró de una señorita llamada Matilde quien, además de ser inteligente y bonita, era sobrina de un notable y acaudalado tlalpense llamado Diego Frissac, con quien vivía en una mansión llamada la Casa Frissac (actualmente el Centro Cultural Barros Sierra). Don Diego no tenía ni idea de que el pretendiente de su sobrina era el maloso llamado Chucho El Roto, aún así no permitió la relación, lo que obligó a Chucho a escabullirse durante las noches por una ventana y, sin hacer ruido, colarse a la habitación de Matilde para, de ahí, con el cacareo que dejan los gallos al cantar, salir hasta el amanecer.
Así se la llevaron durante un buen rato hasta que a la joven le comenzó a crecer el vientre y, con ello, el idilio enfrentó su primer problema serio: Matilde esperaba un hijo. Al enterarse de la noticia Don Diego Frissac se dio a la tarea de, con la mayor rapidez posible, hacer dos cosas: enviar a Matilde a Europa y mandar arrestar a Chucho por varios delitos, entre ellos allanamiento de morada. Una vez trasladado al cuartel, las investigaciones concluyeron con que el seductor era el tan buscado Chucho El Roto quien, ante la evidencia, fue a dar a San Juan de Ulúa.
Se las ingenió para escapar, abordar un barco con dirección a Europa y dar con el paradero de Matilde, a quien convenció de regresar con él a México para acompañarlo en su vida de defraudador, lo que lo llevó –de nuevo– a San Juan de Ulúa, de donde, como era de esperarse, intentó escapar una vez más resultando herido en el intento y –dice la versión oficial– muerto después de los azotes recibidos como castigo.
Dentro del ataúd de Chucho El Roto no se encontró ningún cuerpo, sólo piedras; además, se desconoce el paradero de su tumba, por lo que son pocos quienes creen el cuento de que murió en prisión, y muchos los que piensan que, seguramente, continuó, siendo catrín por fuera y roto por dentro, defraudando sobre tierra firme.