Estoy segura de que de pronto desanimarse es, ha sido y será una característica común al ser humano. De igual modo, estoy segura de que la mayoría de los seres humanos supone o espera, ha supuesto o ha esperado, y supondrá o esperará que el desánimo pase y que de un modo u otro el ánimo se recupere y la vida siga su curso como va sin mayor sobresalto. Y porque existen, y aunque en comparación son pocos, debo referirme aquí igualmente a los desanimados tan desanimados que ceden al desánimo y que, tarde o temprano, de una forma o de otra, acaban con su propia vida, le ponen el punto final.
El anterior, preámbulo inevitable para registrar y comentar la experiencia extraordinaria que he tenido el día de hoy. Sucede que amanecí desanimada, tan desanimada, que temí ser incapaz de aferrarme a la cuerda y salir a flote, así fuera únicamente para saludar a mis árboles, si no con los brazos abiertos, al menos con una sonrisa, por más leve o tenue que pudiera ser. Y en esas estaba cuando cobró forma la idea de recurrir a mis cuadernos de trabajo en busca de apuntes o de algún borrador que me sirviera para armar el artículo que he de publicar en estas páginas, precisamente en esta fecha.
De cuanto encontré, casual o premonitoriamente, lo único que llamó mi atención fue una especie de lamento por haber pedido a un bibliotecario que clasificara mis libros. Aun cuando a la mitad tuve que suspender su de veras valioso servicio, entre otras razones porque durante poco más de un año yo estaría viviendo en otra casa, en otra ciudad, la conclusión a la que llegué fue que me arrepentía de haber solicitado la empresa de semejante proyecto.
Me encanta el orden; incluso, diría que el orden me encanta con exageración. Sin embargo, al ver mis libreros llenos, con los lomos de los libros etiquetados, y acercarme y leer las etiquetas, me di cuenta de que el bibliotecario había clasificado esa mitad de mi biblioteca de acuerdo a un método determinado por él mismo, y no, para nada, según la muy atenta y sumamente cuidadosa clasificación que yo les había dado, al irlos acomodando en cajas específicas, cada una con su propia designación, cuando los había empacado para mudarlos de casa y de ciudad, tarea que, recuerdo bien, me llevó meses proyectar, y varias semanas de trabajo. Mi exagerado cuidado había obedecido en particular a que, únicamente al atender esta elaborada escrupulosidad, yo lograría mantener la calidad de referencia que representaba para mí esta colocación, disposición, categoría, clara y precisa, que a lo largo de los años fui dando a mis libros. Por parte del bibliotecario, haber ignorado o desconsiderado o no tomado en cuenta el significado de lo que es una referencia, además de alarmante me resulta un golpe, una conmoción, sencillamente inaguantable.
Después de un problema de salud en el que estuve a punto de morir, me propuse un plan de vida, o preparación para la muerte, que, entre otros puntos, incluía clasificar mi biblioteca para poder ofrecerla a un interesado que estableciera por escrito su interés en recibirla, a reserva de que yo no se la entregaría en vida, sino que dejaría indicaciones para que le fuera entregada tras mi muerte. Es cierto que algunos de esos puntos que me propuse alcanzar antes de morir se han cumplido ya (uno de ellos hace un rato, cuando recibí el primer ejemplar del último libro que he escrito, y que me sostuve firme en conservarme viva para verlo publicado), pero no ha sido el caso del punto de colocar mi biblioteca, revés al que atribuyo haber amanecido hoy con un desánimo que temí no lograr vencer.
Aparte de que mi biblioteca no quedó clasificada sino a medias, amanecí tan convencida de que, ni siquiera clasificada enteramente le interesaría a nadie poseer, una vez ante la página en blanco que me esperaba, a punto de registrar mi desánimo, recibí la respuesta de una gran universidad que aceptaba el ofrecimiento de mis papeles, respuesta que de inmediato levantó mi ánimo.