Ciudad de México. En la Segunda Guerra Mundial murieron 38 millones de hombres y mujeres. Veinte millones eran rusos; 4 millones, polacos; 6 millones, judíos, y casi 2 millones, yugoslavos, además de 116 mil soldados estadunidenses, cuyas familias jamás imaginaron que el cuerpo de su hijo quedaría tendido en el campo de batalla de un país europeo. La Segunda Guerra Mundial se inició cuando Hitler invadió Polonia, el 17 de septiembre de 1939, y deportó a polacos de todas las edades a Siberia, Uzbekistán y Kazajstán.
Mi padre, Jean Evremont Poniatowski, salió de París en 1942 y atravesó los Pirineos a pie para alcanzar a De Gaulle y a La France Libre en África. Mi hermana y yo no lo vimos durante cinco años y el hombre que vimos de nuevo en México era muy distinto del que nos despedimos en la estación de Toulouse. Antes de abrazarlo representamos para él en el andén una comedia: Hitler y Mussolini. Los dos se atacaban y caían al suelo. Mi hermana y yo teníamos menos de 10 años.
Jean Evremont Poniatowski atravesó los Pirineos a pie y cerca del río Ebro, bajo la Luna llena, fue hecho prisionero y encerrado en la cárcel de Jaca.
Quizá porque mi padre fue interrogado por la policía, quizá porque le rasuraron la cabeza y estuvo preso en Jaca, España, y conservé durante muchos años la cuchara de madera con la que comía la sopa carcelera, quizá por ese amor filial, desde muy joven visité la cárcel mexicana el Palacio Negro de Lecumberri. Para un escritor, nada mejor que oír relatos de vida, porque son una lección que no se olvida. A mi padre lo obligaron todas las madrugadas en la cárcel a gritar: “Viva Franco”. Se rebeló y gritó: “Viva Salop”, que significa “cerdo”, y su castigo consistió en lavar los excusados de la cárcel durante 30 días. Quizá por eso, como reportera escuché a los presos en el Palacio Negro de Lecumberri y a sus familiares, todos ellos muy pobres y tristes.
Mi padre no murió en la guerra y pudo alcanzarnos en México, pero ocho días antes del armisticio, su sobrino, Marie-André Poniatowski se quitó el casco al salir de su tanque y lo mató una bala.
Desde su salida de Polonia, hace más de 200 años, los hombres y las mujeres de la familia Poniatowski han sido patriotas. José (Pepi) Poniatowski, mariscal de Francia de Napoleón, prefirió tirarse al río Elster con todo y caballo antes que entregarse a los rusos. Todo su ejército lo siguió y murió en el río el 19 de octubre de 1813.
Así como mi padre, Paula Amor, mi madre, de origen mexicano, se enroló en la Sección Sanitaria Automovilística Femenina, que pertenecía a la Cruz Roja. A las cuatro de la mañana en un París sin calefacción, salía todos los días a recoger heridos. Quizá descubrió que lo que Victor Hugo escribía era verdad “Cada hombre en su noche va hacia su luz”. También publicó sus memorias y explica: “Mis misiones se volvieron peligrosas. Una noche me despertaron para llevar sangre a un hospital de Verdun. Conducir en la noche oscura sin encender los faros no es fácil. A veces uno frena creyendo ver obstáculos imaginarios. Durante meses, partí a cualquier hora del día y de la noche a recoger heridos o familias cuya casa había sido bombardeada. Todavía guardo en los ojos las imágenes de aquellos días y entre todas la más impresionante, la de un joven soldado que agonizaba sobre su camilla, rechazaba su cobija y llamaba: “¡Mamá!” Permanecí de pie petrificada mientras una de las compañeras, arrodillada a su lado, lo consolaba. Esa misma compañera murió dos días más tarde porque se durmió al volante. De hecho, todas nos dormíamos. Yo fumaba, cantaba, me pellizcaba para no dormirme. Tuve la suerte de que la parte de en frente de mi coche pegara en la acera cuando cabeceé. Una vez una familia generosa me abrió la puerta y me permitió dormir en su casa. Comíamos rebanadas de pan. Esa manera de vivir no me molestaba para nada”.
Que el apellido de una familia pueda remontarse al año 800, le sucede a muy pocas familias. Mi abuelo André Poniatowski, con quien viví hasta venir a México, hizo el árbol genealógico de la familia Ciolek Poniatowski, que me resulta tan sorprendente como Cien años de soledad, de García Márquez.
Es común que un escritor hable de literatura, y puedo contarles que desde 1953, además de crónicas y entrevistas he escrito decenas de novelas y cuentos. A pesar de haber nacido francesa, me volví mexicana de corazón y es a México a quién debo todo. Le debo a mis hijos, mi vocación, mi amor y mi futura muerte. La escritura es para mí, junto a mis hijos, la primera razón de vida.
México abrazó a refugiados de guerra. En 1939, a los republicanos españoles (deberíamos recordar a los niños de Morelia) y más tarde a polacos, hombres, mujeres y niños, a quienes la ciudad de León, Guanajuato, abrió sus puertas el primero de julio de 1943, y cuatro meses más tarde a otro grupo polaco, el 2 de noviembre de 1943, que se hospedó en la hacienda Santa Rosa, la que resultó providencial por el espesor de sus muros y la protección de su techo bajo el maravilloso cielo azul de México. En la ciudad de León, vivieron mil 453 polacos víctimas de bombardeos. México ofreció recibir a 30 mil polacos y el extraordinario general Vladislao Sikorsky (quien estableció un gobierno polaco en el exilio, en Londres, Inglaterra) firmó un acuerdo con el gobierno mexicano.
Imposible no mencionar al capitán Henryk Stebelski, encargado comercial de la embajada de Polonia en París, quien salvó a muchos polacos que llegaron de India a través de Irán en el USS Hermitage (antes habían estado en Siberia) a Santa Anita, California, en el que los concentraron las autoridades estadunidenses en trenes de ventanillas cerradas, los hombres por un lado, las mujeres por otro, rigurosamente vigilados hasta llegar a El Paso. Allí, la situación cambió. En los Ferrocarriles Nacionales, los polacos pudieron respirar, ver el paisaje y después de cuatro días llegar a León, Guanajuato, rebosante de banderas rojas y blancas, los colores de Polonia y de mexicanos que los vitoreaban y repartían dulces y abrazos. ¡Qué extraordinaria bienvenida! Ningún polaco la ha olvidado. “Fue un milagro; todo lo que he aprendido en mi vida se lo debo a Santa Rosa, León Guanajuato”. “México es el país al que más amo sobre la tierra”. “Para un niño que lo ha perdido todo, México le regaló una nueva niñez”.
La diferencia con el recibimiento burocrático de Estados Unidos fue notoria. Allá todo fue supervisión burocrática del State Department; en México todo fue calor, simpatía, curiosidad y alegría. La gente de León quería conocer a “los güeritos” de ojos azules. Para los polacos, aquel abrazo solidario calentó su corazón, tan es así que varias niñas polacas (entre ellas Walentyna Grycuk de González, Francisca Pater de Luna, Alexandra Grzybowicz Villalobos) se casaron en León y tuvieron hasta 10 hijos.
México, y sobre todo León, Guanajuato, les dio la posibilidad de olvidar los tormentos de la guerra. Entre los recién llegados, varios polacos montaron una granja, instalaron talleres para zapateros, carpinteros, plomeros, electricistas, costureras, sastres, hombres y mujeres capaces de ganarse la vida.
Para que los niños siguieran estudiando, Nuevo León convirtió su antiguo molino en escuela. Los niños tuvieron una maestra polaca y aprendieron a nadar y a asolearse bajo el sol de México en una alberca que todavía existe. Así, los huérfanos conocieron a niños mexicanos. Polacos y mexicanos construyeron un hospital con pabellones para enfermos contagiosos, salas de consulta, cámara mortuoria y consultorio dental. Además, crearon una panadería, una biblioteca y un teatro.
En 2013, fui a Santa Rosa, Guanajuato, con el hijo de Henryk Stebelski, al homenaje que los polacos rindieron a México y a la hacienda de Santa Rosa, en el 70 aniversario de la llegada a México de mil 500 refugiados polacos de la Segunda Guerra Mundial.
Una abogada polaca de 38 años, Johanna Mathías, vino desde Varsovia a conocer la vida en México de su abuelo, biólogo; contó que también visitó Chicago, ciudad que recibió a un millón de polacos, tantos, que tienen una iglesia.
Recuerdo que la célebre Orquesta Sinfónica de Xalapa contó con una gran mayoría de músicos polacos, por eso la llamaron la orquesta Jalapowski.
Son muchos los polacos notables en México: Ludwik Margules, Henryk Szeryng, Eva María Zuk, quien se parecía a Ursula Lugowska, directora del Instituto de Estudios Ibéricos e Iberoamericanos de la Universidad de Varsovia, que me hizo el gran favor de reconocer los libros ya escritos; la pintora Fanny Rabel, Henryk y Betka Stebelski, Estanislao Orlowski, Zygmund Merdinger, Marek Keller, compañero de vida y promotor de Juan Soriano, quien donó, el 19 de junio de 2009, un parque escultórico a Polonia; las jóvenes actrices Ludwika y Dominika Paleta, hijas del violinista Zbigniew Paleta, la pintora Basha Batorska, casada con Gabriel Zaid, gran poeta.
Finalmente, quisiera agradecer a un polaco de excepción, Alejandro Negrín, el muy querido Negrinski, que tanto hace por afianzar las relaciones México-Polonia su empeño por reunir a creadores de dos distintos países en un solo homenaje.
México está tan ligado a Polonia que hasta Monterrey tuvo un príncipe terrateniente: Albert Stanislaw Radziwill, consejero polaco de Plutarco Elías Calles. Paderewski también dio conciertos en México.
Polonia es nuestra nación hermana, y México recibe feliz a los polacos. En cinco ocasiones, el Papa Karol Wojtyla, quien declaró que México era su segundo hogar, nos honró con su visita. Este honor inmerecido que recibo hoy, 14 de mayo de 2021, me emociona tanto como emociona a mis hijos y a mis amigos.