Peor que olvidar la historia es retorcerla para avivar el resentimiento. Lo dice el historiador británico Peter Brown y del otro lado del Atlántico, en el hotel Biltmore de Miami, piden considerar la invasión a Cuba.
Del contexto donde tal demanda se hizo ya habló José Steinsleger, en la edición de ayer de La Jornada, al reseñar el aquelarre derechista organizado por el Interamerican Institute for Democracy (IID), de Florida. Sin embargo, quiero detenerme en las palabras del orador a quien Pepe describe inmejorablemente como “legendario alcahuete cubano de la CIA y terrorista todoterreno”, porque la frase es una joya del resentimiento en un ambiente donde Carlos Alberto Montaner es cualquier cosa menos un bicho raro.
“A Cuba hay que darle un ultimátum... Pudiera acudirse al Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR), como hizo Lyndon B. Johnson, en 1965, antes de invadir República Dominicana. Quizás basten la amenaza de la invasión o la destrucción del aparato militar... Es incómodo pensar que pudiera recurrirse a la fuerza, pero tal vez no quede más remedio”, afirma Montaner, tropezando con las palabras.
Es como si lo hubieran sacado a los apurones del remake de una reunión de la OEA de hace 60 años. Con sus alaridos, sus pesadillas de gurú, en medio de la noche grita: ¡TIAR, invasión, ultimátum! Huelga abundar en la ficción de la célebre película Apocalypse Now, pero la frase de Robert Duvall “me gusta el olor del napalm en la mañana” viene al pelo cuando alguien imagina el regreso de tal escenario, cuyo núcleo central es una repudiable cobardía: pasarse la vida proyectando invasiones y declarar tan tranquilamente que es incómodo recurrir a la fuerza.
El TIAR, de 1947, suscribe el compromiso de defensa mutua entre naciones americanas. Es decir, se puede crear una coalición militar, darle unas pataditas a la OEA para que haga el trabajo sucio e invadir al enemigo de última hora del gobierno de Estados Unidos. Johnson invocó este mecanismo contra República Dominicana –“para evitar una segunda Cuba”– y arrastró a esta aventura bélica a las dictaduras de Brasil, Nicaragua, Honduras y Paraguay.
Pero Washington no cuenta con las condiciones internacionales o nacionales propiciatorias para legitimar un ataque a escala en América Latina, sea invasión o guerra abierta. Montaner, que ponía bombas en tiendas y cines de La Habana, lo sabe perfectamente, aunque también conoce que esto no anula ni impide los “accidentes” que puedan precipitar una situación bélica o un pretexto para que la CIA arme la arquitectura de la “solución final”, como en la Guatemala de Arbenz, el Brasil de João Goulart, el Chile de Salvador Allende y en tantos otros lugares. De hecho, cuando no tienen de dónde sacar los opositores leales retuercen la historia hasta lo inimaginable, como hizo Trump con la fábula de que Cuba tenía un arma sónica con la que atacaba selectivamente a diplomáticos estadunidenses, algo imposible según las leyes de la física.
Pero en esto de invasiones e inventos delirantes no hay nada nuevo bajo el sol. ¿Habrá reactivado la CIA la división cívico-militar llamada Project Blue Book? Aquel secretísimo órgano marcial, la madre de las fake news actuales, investigaba casi en simultáneo a soviéticos y a alienígenas en plena guerra fría. Un sorprendente informe de la CIA, filtrado décadas después, reconocía que el gobierno estadunidense había mentido cuando inventó excusas falsas para explicar los casos de avistamientos de ovnis, a sabiendas de que se trataba de aviones espías. “La Fuerza Aérea hizo declaraciones públicas falsas y engañosas para acallar el miedo y proteger un proyecto de seguridad nacional altamente sensible”, afirma el documento titulado El papel de la CIA en el estudio de los ovnis 1947-1990, que apareció sin previo aviso en una página de Internet de la agencia de inteligencia.
El dato puede dar trigo a muchos teóricos de las conspiraciones, pero nos advierte que en la nueva guerra fría se repiten libretos que tienen un gusto amargo y de cosa demasiado cocida y recocida en nuestros países.
La fina Marguerite Yourcenar, hablando de la imagen de las ruinas antiguas, escribió que el observarlas “no desencadena una amplificación sobre la grandeza y la decadencia de los imperios y la inestabilidad de los asuntos humanos, sino una meditación sobre la duración de las cosas o su lento desgaste, sobre la opaca identidad del bloque que continúa en el interior del monumento su larga existencia de piedra”.
Ella sabía que resistir es una ley de la física, como lo es para los latinoamericanos la pedagogía de la memoria y del nunca más, donde hay sentimientos y resentimientos, unos que se agarran del viento con las uñas –Rulfo dixit– y otros que son los embajadores nostálgicos de Apocalypse Now. Estos últimos, como diría el francés de la película, pelean por la nada más grande de la Historia.