Carmen Parra no ha deja-do de sorprenderme a lo largo de casi medio siglo de amistad. A causa de una de esas premoniciones que el azar nos regala, comencé por aproximarme a esta multifacética artista gracias a la escritora María Luisa Mendoza, quien me invitó a visitar la exposición Máquinas de escribir de Parra. La suerte quiso que tuviera atisbos de su obra antes de conocerla en persona, pues llegamos tarde a la cita con Carmen porque, nueva coincidencia, veníamos de ver El gran Gatsby, película estrenada en 1974. Pero las coincidencias no son nunca gratuitas para quien aprende a interpretar sus señales. Un año más tarde, Alberto Gironella me presentó con Carmen en el taller que les rentaba el pintor Julio Silva.
A pesar de sus ambiciosas pretensiones al analfabetismo, luciferina aspiración a la sabiduría innata, Riqui, como la llamamos sus amigos, es una lectora empedernida y secreta. Va y viene entre lecturas y creaciones. ¿Qué la lleva de unas a otras? No creo que ni ella lo sepa. Se deja guiar por los encuentros, el azar objetivo, su pasión por los descubrimientos, mecida en los brazos del destino como en los de una nodriza bienhechora. Un hado tutelar que la pasea entre tótems.
Carmen pintaba entonces peceras y rinocerontes. Animales antediluvianos. La pecera la tenía en su departamento, frente a un espejo. Un día cambió el pequeño acuario por la reproducción diminuta de la estatua de la Venus Victrix de Antonio Canova para la que sirvió de modelo Paulina Bonaparte Borghèse. De estas imágenes nació la edición de un volumen editado por Clot, Georges et Bramsen, con tres litografías acompañadas de un texto con el cual me invitó a participar.
Carmen Parra recorría París magnetizada por monumentos y estatuas que iba reproduciendo con su pintura. Se atrevió incluso a recrear la torre Eiffel en un acordeón gigante que, si no alcanzó las dimensiones de la torre, le faltaron pocos metros de papel para alcanzar los 300. Las torres, de Babel u otras, parecen atraer la ira de los dioses cuando se levantan en una conquista de los cielos. La de Riqui fue ahogada en una inundación del lugar donde fue expuesta en Sarcelles.
La aspiración de alcanzar el cielo la llevó a tratar de pintar el vuelo. Siguieron así mariposas, águilas, ángeles, serafines. También retratos de seres humanos palpitantes de vida. Las mariposas monarca animaron su deseo de preservar la naturaleza cuya destrucción acarrearía su exterminación como ya ha ocurrido la de otras especies animales. Si los ángeles son inmortales en el Cielo, no lo son en iglesias y catedrales que se deterioran por falta de mantenimiento o simplemente se derrumban a causa de incendios, temblores y otras catástrofes. Así, Carmen recorrió hasta el último rincón, los recovecos secretos de la Catedral de la Ciudad de México conservando en su pintura cada estatua, cada lienzo, cada piedra, en una labor titánica.
Acaso la búsqueda de los orígenes, esos confines, más aterradores que los de la eternidad futura, según Víctor Hugo, los de la eternidad pasada. Después de los rinocerontes prehistóricos y las tortugas antediluvianas, la ocupan ahora los cocodrilos, cuya aparición tuvo lugar hace 240 millones de años. Reptil anfibio, pariente de pájaros primitivos y dinosaurios, adquiere el rango de divinidad en muchas civilizaciones. En Egipto, donde era conocido como Sober, dios de la fertilidad, las familias poseían su cocodrilo “doméstico”, cubierto de joyas en vida, momificado y puesto en un altar a su muerte.
El coloso de Lázaro Cárdenas, escultura de un cocodrilo en cemento armado de seis metros de largo, concebido por Parra en colaboración con el escultor Cresencio Oregón, a fin de dar un tótem al pueblo michoacano con base en las culturas ancestrales. Cocodrilo familiar en la región, figura totémica, tutelar y protectora, símbolo prehispánico del poder, divinidad cuyo soplo da vida a los remotos anhelos del principio de los siglos.