Leer a Juan Villoro inevitablemente me provoca reacciones absolutamente dialécticas: dejo de leer o sigo leyendo obsesivamente las mismas historias que ni siquiera podría considerar como inusitadas verdades o inimaginables fantasías. Me propongo intentar de esto objetivas tomografías y compartirlas con ustedes.
Hoy tengo a Leonardo Padura y a Jonas Jonasson formaditos en mi lista de espera, aguardando para que, en el primer momento, devore sus nuevas creaciones con la misma fruición con la que terminé la página final del libro que, de cada uno de ellos, recientemente leí. Pero también necesito regresar a don Mauricio Magdaleno y encontrarme yo entre Las palabras perdidas, o rastrear mis orígenes en la Memoria personal de un país que dibuja, con el más sensible y lúcido trazo de un hombre de excepción –Alejandro Gómez Arias– la historia de una nación: Me place releer, con frecuencia, las páginas de don Rafael F. Muñoz: la elegía del Mezquite, incluida en el relato de cuando “Se llevaron el cañón para Bachimba”, me sigue poniendo los pelitos de punta.
Y qué decir de los versos de la adolescencia que, sin razón ni provocación alguna, son exhumados de no sé qué parte de mi magín y luego regurgitan en mi garganta y como loquito (pero de la cabeza, diría mi maestro Berrueto), me descubro a las puertas del hotel Emporio, musitando: “Mujeres que pasáis por Reforma, la avenida, tan cerca de mi vista, tan lejos de mi vida...” O: “Quiero morir cuando decline el día, en altamar y con la cara al cielo”.
Al fin y al cabo, cómo iban a saber Gutiérrez Nájera o José Juan Tablada que, en ese entonces, yo no conocía ni Nueva York ni ese titipuchal de agua al que se le conoce, bellamente, como el mar. Pero ya no puedo seguir con confidencias personales, que seguramente a pocos importan, sin explicar mi afirmación inicial sobre las consecuencias que me acarrea leer los cuentos de Villoro. Ya tengo desde el año pasado leyendo y releyendo dos de sus libros y aún no me atrevo a contestar con plena certidumbre la interrogante planteada por Juan desde hace 10 años: ¿Hay vida en la tierra? Menos aún, a un año apenas, no logro explicar mi entusiasta voto aprobatorio para un magistral Examen extraordinario.
Pero, ¿qué tiene que ver don Juan Villoro con el tema en el que la obsesiva columneta ha estado neceando durante las semanas recientes: el negocio de las empresas farmacéuticas? Pues un comentario que nos hizo uno de sus estrafalarios personajes, sacados de la nada y que, generalmente, nos asombran con su abrumadora e inobjetable realidad y que, quién lo creyera, están a nuestro lado y no los identificamos hasta que compartimos con ellos la mesa: un gurú naturista gringo en el aeropuerto de Zihuatanejo sostiene: “La industria médica es la otra forma de la enfermedad”. ¿Conocen ustedes una calificación más concreta, veraz y comprensible del problema que estamos padeciendo?
No puedo dejar de referirme a un incidente que ocurrirá el próximo 6 de junio y el acogotamiento ahora que les dé a conocer la razón de las tribulaciones que me aquejan: mis dos hijas, sin comentarlo siquiera entre ellas, decidieron aceptar el nombramiento que el Instituto Nacional Electoral (INE) les confirió como funcionarias de casilla para la próxima elección. Si alguien hubiera querido entramparme en un verdadero callejón “con” salida, esta coincidencia habría sido ideal. Primero, yo no podría formular una propuesta que implicara decisión de autoridad porque ambas son, obviamente, ciudadanas adultas. O séase: si les hubiera ordenado negarse a cumplir con una obligación constitucional, la respuesta hubiera sido inmediata: me mandaban al rancho de ya saben quien. De haber intentado maña, fuerza, chantaje, reparto de utilidades o el generoso criterio de oportunidad para corregir la designación del INE habría sido privado del boleto de regreso de la dacha arriba mencionada. (Para quienes nunca recibieron el “oro de Moscú”, una dacha es una casa de campo).
Ya en pleno alucine llegué a pensar: y si vinieran los tres CEOs que dirigen el INE y me dijeran: Ortiz, como a nosotros no se nos escapan los gastos no reportados por los candidatos o partidos, (aunque no se hayan efectuado), tampoco ante casos excepcionales como el tuyo somos indiferentes. Vamos a exentar a una de tus hijas de su obligación constitucional de ser funcionaria de casilla. Pero sé tú, el que escojas. Tú decide quién puede abstenerse y quién deberá servir a la democracia. Evidentemente jamás hubiera salido de ese oscuro callejón, como tampoco pudo hacerlo Sophie, es decir, Meryl Streep en la cinta más cruel que guardo en la memoria ( Sophie’s Choice, 1982). Las dos hijas de Sophie están condenadas a perder la vida en los campos nazis de exterminio. La crueldad hitleriana no tiene límites. Le ofrecen a la madre salvar a una de sus hijas, pero a condición de que sea ella la que decida a quién salva. Por supuesto que no pretendo hacer una desorbitada y ridícula comparación entre el drama imaginado por Alan J. Pakula y mi preocupación sólo entendible por los apremios de una muy añeja paternidad.
Sin embargo, hay cosas de las cuales aún me acuerdo: el artículo 8 constitucional dice: “Los funcionarios y empleados públicos respetarán el ejercicio del derecho de petición, siempre que éste se formule por escrito, de manera pacífica y respetuosa; pero en materia política sólo podrán hacer uso de este derecho los ciudadanos de la República. A toda petición deberá recaer un acuerdo escrito de la autoridad a quien se haya dirigido, la cual tiene la obligación de hacerla conocer en breve término al peticionario.”
En estos renglones formalizo en los términos del artículo 8 constitucional, la petición de que todos los ciudadanos que voluntariamente se asumen como fedatarios de la jornada electoral, gocen de la mínima garantía de su vacuna protectora de la pandemia que padecemos. Es lo menos con lo que podemos agradecerles su responsabilidad.