El 6 de enero de este año, el aún presidente Donald Trump convocó a una turba a tomar del Capitolio donde sesionaba el Congreso de Estados Unidos, con el fin de evitar que se declarara a Joseph Biden presidente electo de la nación. Al fi-nal del día, los deseos de Trump se cumplieron parcialmente. Los hunos entraron a sangre y fuego a los recintos donde sesionaban los legisladores, quienes tuvieron que huir despavoridos; la turba ocupó de manera momentánea el Capitolio, asesinando a un policía e hiriendo a una veintena más. Lo que la turba no pudo evitar fue que, una vez desalojada, los legisladores declararan a Biden presidente de Estados Unidos.
Trump continuó su campaña; afirmó que las elecciones habían sido fraudulentas y negó que Biden las hubiera ganado. En sus habituales excesos declarativos, llamó a la sedición. Fue entonces cuando Facebook decidió cancelar en forma indefinida la cuenta de Trump por incitar a la violencia y, en último término, por el daño que pudieran ocasionar a un país que intentaba superar una de sus crisis más profundas. Twitter, YouTube y otras plataformas ya habían cancelado el acceso de Trump a sus plataformas. No pasaron muchas horas para que los mismos legisladores republicanos, que habían sentido en carne propia la amenaza de su integridad física el 6 de enero, criticaran la cancelación de la cuenta de Trump; alegaron que era un atentado a la libertad de expresión.
Para salvar la controversia y decidir qué hacer con el caso Trump, Facebook apeló al comité asesor creado el año pasado con una veintena de personajes, que funcionan como Corte interna y decide cuándo, cómo y con qué alcances se cancela una cuenta en su plataforma. Los asesores no pudieron llegar a una conclusión y decidieron que, en última instancia, Mark Zuckerberg, fundador y poseedor de la mayoría de las acciones de Facebook, asumiera esa responsabilidad. El capítulo no está cerrado y no está claro cuál será la conclusión sobre la forma de acotar este tipo de excesos. Pero a final de cuentas la pregunta es: ¿hasta dónde es válido y deseable permitir que la libertad de expresión se transforme en libertinaje, dando paso a todo tipo de excesos como el que ocasionó la invasión de la sede del Congreso? y, ¿qué tan válido es que una corporación o un individuo censure la libertad de expresión? Alguien respondió, no sin un poco de sorna y cinismo: es válido mientras los intereses de las corporaciones y la libre empresa queden a salvo. Y en esas andamos.