Dicen que ya podemos bajar la guardia tantito. Pasamos, oficialmente, al semáforo amarillo, para que las cámaras del control nos puedan retratar un poco mejor. Para hacernos creer que podemos respirar a nuestras anchas. Desde que empezó la pandemia, con todas sus reglas, no hemos conocido verdaderamente gente nueva. En el sentido de conocerla (no necesariamente el bíblico). Cero punto uno viajes, si acaso alrededor del Ombligo de la Luna y poco más. En todo lugar público doblemente enmascarados, a medio rostro un esparadrapo profiláctico y una careta posmoderna que hace robot el aspecto de cualquiera. Caras vemos, de lejos o a control remoto, corazones no sabemos. A muchos los vencen las ganas de dar rienda suelta al paseo y el descaro, mas su tozudez forzada no proporciona encuentros fértiles.
Comer en público se convirtió en un buen pretexto para sacar a relucir el rostro, así que nos podemos ver sonriendo, gesticulando, masticando. La humanidad está en los detalles.
A los jóvenes les viene bien jugar a la ruleta. Los subterfugios para generar contactos y lo que ellos entienden por encuentros en su presente modalidad, les da chance de conocer dos-tres a alguien que pronto podrían encontrar presencialmente.
A los mayores les refuerza las rutinas, les perfila mejor sus miedos. Los llama a cuidado, a disminuir los riesgos. Después de las vacunas siguen viendo el incendio, mientras el tiempo para la juventud está durando menos y les quedará a deber a los jóvenes. Escuelas y universidades cerradas más de un año, deportivos, bares y parques con acceso restringido. El carácter de los encuentros está mutando en otros y en unos. Las personas cambiaron, los ojos ven distinto. Se renueva la peligrosidad de lo promiscuo y quizás eso estimule pronto un apetito mayor por lo prohibido, si logra vencer a la “cultura de la cancelación” que se impone en la academia, las artes y la política, donde lo “incorrecto” debe ser suprimido y las “ejecuciones” mediáticas están al orden del día.
Hay una como prisa de que comiencen los anunciados roaring twenties más allá de la pandemia para entregarnos al charleston, el hot, el swing y la rumba rumbera. La tasa de natalidad compensará con creces las demasiadas muertes. Igual medio mundo sufre o pelea desastres ambientales o alguna clase de guerra, intestina casi siempre, atizada o aprovechada por los poderes habituales. Digamos que los bailará el que viva.
Ya conoceremos, pues, nuevas personas, retornaremos a las que teníamos y no se evaporaron en la larga temporada de desencuentro forzado. ¿Cuándo volveremos a sentirnos cómodos, a llegar, a recibir gente con soltura? ¿Se acuerdan de los besitos que nos dábamos unas a otros, en un no siempre “igualado” roce de mejillas a la hora del hola y a la hora del chao?
Alegábamos gastando saliva, intercambiando inconscientes fluidos y los vagos aromas de lo real. En los conciertos, la audiencia se abrazaba en trances colectivos, cada quien según su gusto tribal. No que por ahora aterrizamos sin alternativa en el uso instintivo de audífonos y bocinas inteligentes como guantes. El éxtasis vuelve a ser onanista. Quiero suponer que también para los creyentes hablando con su confesor como con la cajera del supermercado, a través de varias capas de precaución material. Los sicólogos, los analistas, los médicos y los brujos realizan sesiones a distancia a pacientes cada día más desconocidos, o “conocidos” bajo nuevos presupuestos.
Las mesas redondas se multiplican en recuadros de la pantalla. Los coloquios se celebran a distancia, los congresos, la conjunción de armónicos. Las noticias se editan y redactan en casa. Telarañas en los teatros, en las oficinas. El caos del centro de trabajo en la sala o la recámara.
Nada de lo alguna vez seguro podemos darlo por supuesto. Nuevas obsesiones, o nuevas formas de lidiar con ellas, definirán nuestras conductas. Siendo los mismos, somos otros. La soledad deja la impronta en quienes la compartieron, todo mundo estuvo encerrado con alguien, al menos consigo mismo.
Cuando volvamos a marchar colmando las avenidas, protestando o exigiendo, ¿seremos menos multitud y más una suma de individuos perfectamente localizados y registrados? Se entenderá mejor el uso de pañoletas, pasamontañas, cascos, máscaras del Santo, maquillaje exagerado y cualquier cantidad de nuevos velos. Tener cara se está volviendo un riesgo. Una debilidad. Un asunto legal. O ilegal, hackeable. Sin embargo, en medio de nuestro acotado descontento podremos decir a quienes vienen a nuestro lado: compañera, compañero.
Muta el lenguaje, mutan las prácticas sexuales, los métodos educativos; mutan las señales de confianza o desconfianza, mutan la verdad y la mentira, las leyes de atracción, y también las leyes del control y lo prohibido. Antes habían mutado, sin remedio, soledades que no llegaron a pronunciar su nombre. Será el je est un autre (“yo es otro”) de Rimbaud en cartas a su maestro cuando tenía 17 años. La juventud siempre da sorpresas.