Esperar a alguien que no llega es lo que aún más le horroriza a Román. Volvió a experimentar el peso de la ausencia al ver en la televisión, y después en los periódicos, las imágenes de personas atónitas, desesperadas, gimientes, abriéndose paso en medio del caos, llamando por sus nombres a los seres queridos, pidiendo ayuda para encontrarlos y rescatarlos de entre el amasijo de fierros retorcidos.
A pesar del mucho tiempo que ha pasado desde que él tenía siete años, recuerda cada minuto de aquella tarde que empezó como todas –bochorno en el cuarto, la mochila abandonada sobre la cama, olor a comida– y terminó en una noche confusa, hecha un lío de minutos como ese de fierros amenazantes, manchados de sangre, que vio y que le recordaron aquel miércoles.
I
Como todas las tardes, luego de que Román terminó su tarea, Antonia –la prima que lo cuidaba en ausencia de Lucila– le dio permiso de ir a la tienda del “Negro” a comprar dulces. El dependiente lo recibió con la buena noticia de que su madre le había mandado un recadito por teléfono avisándole que iba a llegar a la hora de siempre.
En cuanto vio que el reloj marcaba las seis de la tarde, Román corrió hasta la esquina próxima y, como de costumbre, apoyó las manos en el tronco del fresno para sentir las vibraciones del tranvía, más intensas conforme se acercaba. La ilusión del rencuentro, la sonrisa en los labios, la pregunta de siempre –“¿Cómo te fue?”– se congelaron cuando el transporte se detuvo y entre los viajeros que descendían no vio a su madre.
Román volvió a la casa para decírselo a Antonia. Ella quiso tranquilizarlo explicándole que la tardanza de Lucila se debía a un turno extra en el taller de costura. “¿Crees que vaya a tardarse mucho?” Ella le aseguró que no. “¿Cómo sabes?” La pregunta provocó la risa de Antonia y le propuso que, en lo que aparecía su madre, se pusiera a ver la tele mientras ella preparaba la cena para evitarle más trabajo a Lucila, que de seguro iba a llegar muerta de cansancio debido a las muchas horas de trabajo en la máquina.
II
Román encendió la tele, pero a cada momento se asomaba a la ventana que daba al callejón donde se oían las risotadas de los jóvenes bebedores de cerveza a las puertas del taller atendido por El Pollero, un hombre de mala fama que le daba miedo. Olvidado de la tele, corrió a la cocina para decirle a Antonia que fueran a la parada del tranvía a esperar a su madre.
Antes de que ella pudiera contestarle se escucharon golpes a la puerta. Román corrió a abrir. No disimuló su disgusto al ver a Donato, el portero. Venía a decirle a Lucila que, por reparaciones en la tubería, el edificio iba a quedarse sin agua hasta el viernes. “De todos modos nunca hay”, le gritó Antonia y le ordenó al niño que fuera a pedirle prestadas unas cubetas a doña Sara, que los sábados hacía de catequista en su vivienda.
Román imaginó a su madre esa noche, fatigada, haciendo cola ante la llave común para ver si podía almacenar un poco de agua; la imaginó sirviéndole la cena, ordenándole que arreglara sus útiles de la escuela porque no quería que en la mañana les agarraran las prisas; la imaginó descalzándose, sentada a la orilla de la cama demasiado pequeña que compartían y haciéndole la promesa de que en cuanto recibiera la tanda iba a comprar una litera ya que, con su mal dormir, él la desvelaba.
Román pensó que todo eso iba a suceder en cuanto su madre llegara, pero ¿cuándo?, le preguntó de nuevo a Antonia. Ella le dijo que al rato y que en vez de fastidiarla con sus preguntas mejor cenara y luego se fuera a la cama. Ante la negativa a hacerlo, Antonia amenazó con decirle a Lucila que era un niño muy desobediente.
Al oír la advertencia, Román modificó su actitud para no poner en riesgo la ida al cine. Todos los domingos él y su madre asistían al “Popotla”, adonde iban, más que por el programa, porque les quedaba muy cerca de la casa y no tenían que gastar en transporte. Lo mejor de todo era el camino de regreso, cuando él narraba los momentos de la película que le parecían más emocionantes, y como si Lucila no los hubiera visto.
III
A los pocos minutos se escucharon los gritos de Jorge, el vecino taxista, llamando a Antonia porque necesitaba decirle algo urgente. Román quiso ir tras ella. El hombre se lo impidió con un gesto, tomó del brazo a Antonia y la llevó hasta el rincón, de modo que él alcanzó a oír lo que decía el taxista y luego, desgarradoras, las exclamaciones de Antonia: “¿Un accidente? ¿Dónde? No te creo, no puede ser... A lo mejor la que viste no era mi prima. ¿Sabes dónde está? Rápido, ¡lléveme allá!”
Román bajó las escaleras corriendo, pero llegó a la puerta del edificio en el momento en que el taxi se alejaba. Amanda, la inquilina del 402, le dijo que no tuviera miedo, que iba a acompañarlo mientras Antonia regresaba. “Y mi mamá, ¿volverá también?” La respuesta fue un gemido y después el silencio, las miradas de los vecinos que salieron y ocultaban sus lágrimas, la ternura con que alguien dijo “vamos pidiéndole a Dios...”
El resto de aquella noche fue confuso. Román se recuerda solo, incapaz de llorar, sentado a la orilla de la cama, que sin su madre le pareció inmensa y helada como témpano. Volvió a sentir el mismo frío e igual desolación anoche, cuando vio en la televisión escenas de la tragedia: cuerpos sangrantes en las camillas, rostros descompuestos, manos crispadas, trenes a punto de caer, amasijo de fierros: una trampa.
IV
Poco a poco la vida se fue normalizando: Antonia se quedó a vivir con él, lo llevaba a la escuela temprano y por las tardes, como siempre, lo autorizaba a ir a la tienda del “Negro” a comprar dulces. Ajeno a la realidad, algunas veces, al ver en el reloj que eran las seis, Román iba hasta la parada del tranvía, colocaba las manos en el tronco del fresno para sentir las vibraciones y se esperaba hasta que los viajeros iban bajando. Entre ellos, su madre jamás llegó.