Gracias a los lectores que me piden aclarar la entrega anterior. El modelo agropecuario de monocultivos, con su rotación de especies vegetales o, y adición de fertilizantes, controlados con herbicidas y plaguicidas, obedece al desarrollo tecnológico de los pueblos situados entre las líneas virtuales del Trópico de Cáncer hacia el Polo Norte (Norteamérica, Europa, Rusia y parte de Asia, incluido el norte de China) y del Trópico de Capricornio hacia el Polo Sur (Chile, Argentina, Uruguay, Sudáfrica, Australia...) Mientras, entre los dichos Trópicos y el Ecuador, donde se da la mayor biodiversidad del planeta, los seres humanos la aprovecharon reinventando cultivos combinados (policultivos) de plantas benéficas para nuestra especie.
Pero la historia del género humano arrojó una paradoja: si en los primeros, las condiciones naturales del entorno estimularon el invento de tecnologías de corrección del medio natural para la supervivencia, y en los segundos, el medio natural estimuló el más amplio y profundo conocimiento de la naturaleza y de sus propiedades, llevándolos a organizarla de la manera que les fuera más aprovechable; el encuentro de los dos modelos de relacionarse con Natura, impuso la lógica expansionista y tecnológica de los primeros, sobre la vocación conservacionista y respetuosa del medio natural de los segundos.
La milpa, que hemos abordado incesantemente en este espacio, fue la respuesta que hace 10 a 8 mil años dieron nuestros antepasados al medio natural mesoamericano, un sistema alimentario y laboral que permitió una expansión demográfica inédita entre sus contemporáneos. Sin embargo, la milpa fue despreciada y, hasta la fecha, es sustituida por el modelo de monocultivos en la producción de su maíz, frijol, tomates , y no sólo en los trigos, frutales y maderables, asociados a la cría de ganado, tal como se hizo y se hace en la Europa dominante. Es a esto que llamo colonización mental.
Porque podría México producir en monocultivo cereales y otros productos para la exportación, cuya sustancia es ser mercancías, sin por ello dejar de producir en los policultivos que han demostrado durante milenios su eficacia, productividad y equilibrio en nutrientes, los elementos de su autosuficiencia y soberanía alimentaria de calidad. Por lo mismo, no deja de sorprender el aura mágica que se le da actualmente a la comida mexicana (en cuyo origen estuvimos desde hace 20 años) suscrita por el gobierno y por cada vez mayor cantidad de adictos profesionales y jóvenes estudiantes, sin que por ello piensen (y menos actúen) en defensa de los insumos que hicieron históricamente posibles nuestras cocinas, y de cuya desaparición y/o sustitución dependen su conservación o su prostitución, la preservación de nuestra biodiversidad y de nuestra cultura tradicional o la desaparición de nuestros recursos naturales no minerales. Pero, sobre todo, porque de la producción (no de la compra) de nuestros alimentos, depende la vida plena, digna, creativa, comprometida de la que sería una nueva clase campesina, reconocida por poseer el paradigma de la milpa y nunca más ser ninguneada por la colonización mental y material de los promotores de los monocultivos.