“Son pobres porque quieren, y si les indignan los supermillonarios es que les tienen envidia”. La idea de que basta con el esfuerzo y el talento para subir la escalera social se promovió como algo tan evidente que no necesitaba comprobación en la realidad. Fue la única forma que tuvieron las élites para defender la monstruosa concentración de la riqueza en cada vez menos.
De ahí se sucedieron ideas cada vez más humillantes: los de arriba merecen su éxito y los de abajo su propio fracaso; el talento es algo innato y merece ser recompensado; las credenciales universitarias, los doctorados en las paredes, son clara evidencia de superioridad sobre los que no las tienen; el valor de una persona, su contribución a la sociedad, se mide por el precio de los bienes o servicios que vende.
Durante los años del neoliberalismo, cuando se trató de discutir sobre justicia social, es decir, qué nos debemos unos a otros como ciudadanos, el debate se deslegitimó con dos tipos de desprecio: la justicia social la definen los expertos “neutrales” en asuntos económicos que no entienden los ciudadanos comunes y, por lo tanto, no pueden tener opinión sobre ellos y, segundo, que la eficacia para competir, el logro, el éxito es una forma de la justicia.
Así, hoy tenemos a los menos desfavorecidos creyendo que su posición es producto de su esfuerzo y talento innato, y a los más ignorados pensando que no se han esforzado lo suficiente. Los ricos y pobres pasaron a ser ganadores y perdedores; arrogantes y envidiosos.
Confundir la desigualdad con una emoción nos devuelve a la ficción de que el lugar que ocupamos en la sociedad es una responsabilidad individual y no, como la realidad lo grita, de las condiciones y, en buena medida, de la suerte o el infortunio de haber nacido en ese lugar.
“Tengo lo que merezco” significa que los millonarios son más esforzados y talentosos que los pobres que son, si acaso, indolentes. Con esa idea se creó una fractura no sólo en cuanto a la riqueza, sino en la dignidad del trabajo, el reconocimiento social de la mayoría, lo que evaluamos como valioso en cada uno de los ciudadanos.
Digo esto porque el discurso ideológico de la derecha tiene como base infundir el miedo a que unos inmerecedores del privilegio que yo he obtenido con mi esfuerzo y talento, vengan a quitármelo. No importa si ese privilegio es tener lo mínimo indispensable o gozar de las condonaciones a mis impuestos, hay que defenderlo de los envidiosos. En el centro del miedo está la duda, impensable para muchos, de que el mundo esté organizado con base en la suerte y el azar. Si así fuera, no podría justificar ante nadie que el precio que se paga por mis servicios o bienes no sea mi valor como persona.
Supongo que esa duda le asalta al dueño del casino cuando se atreve a comparar sus ganancias con el salario de una enfermera. Pero prefiere no pensarlo y, mejor, atrincherarse en la idea de que él tuvo el talento de ver una oportunidad en el mercado que la enfermera no vio.
Si mi lugar fuera por el azar del país, la región, la familia, la escuela, y el trabajo, entonces habría que estar agradecido con él, no sentirse arrogante con las cartas que te han tocado. Pero no es así, la cultura neoliberal engendró una ficción sobre la humillación colectiva que pensó a la sociedad como una competencia entre gente que viene de cero, del “piso parejo”, y cuyos destinos sólo pueden ser ganar o perder. Jamás se cuestionó si los talentos que premiaba con comisiones o salarios se correspondían más con la desigualdad previa a la competencia que con los “méritos” individuales o el supuesto esfuerzo recompensado. Haberlo hecho habría significado que los “ganadores” pensaran en qué le debían a los demás; es decir, en alguna idea de justicia, y no en celebrar su eficacia amoral en el mercado.
A esto, el filósofo Michael Sandel le llamó “la Providencia sin Dios”, donde uno no sólo siente que sus éxitos son autoprovocados, sino que hay una designación divina en ellos. Es decir, que los ricos merecen más que los pobres porque su propia riqueza es signo de ese merecimiento. El discurso del mérito se muerde la cola. La recompensa coincide con el mérito, la salvación es algo que te ganas; la desgracia es falta de esfuerzo, tu destino es fruto de lo que no hiciste bien.
Se moralizó el éxito y el fracaso. Todo esto dicho en un contexto donde la única movilidad social era para abajo –sin importar que te esforzaras y jugaras con las reglas–, donde los magnates del lujo exótico se paseaban por los medios exhibiendo sus riquezas al mismo tiempo que confesaban que eran como todos los demás, normales, esforzándose desde un puesto de tacos afuera de un estadio de futbol que ahora poseen o desde un garaje con computadoras usadas. Sus millones eran por “innovar”, por estar vigilantes a las oportunidades, por ser inclementes con los competidores. Algunos hasta llegaron a inventar una supuesta biología del “gen egoísta”, que hacía de algunos más astutos y al resto nos condenaba a revolcarnos en nuestra falta de innovación. Había que ayudar con filantropía –jamás con programas sociales que universalizan la indolencia– a quienes, siendo pobres, morenos, o mujeres, se ajustaban al criterio del talento. Ese que decide que el dueño del casino gane más que una enfermera.
Hoy sabemos que la ficción de la movilidad social no hizo sino enmascarar las desigualdades. Pensar que somos, como sociedad, una escalera con peldaños que se suben con ingenio y esfuerzo, significó un engaño individualista que evitó el debate público sobre la justicia social y el interés general. Hay que empezar por la pregunta que Sandel hace a sus alumnos en Harvard:
–Si antes de nacer no supieras si ibas a crecer en un hogar rico o en uno pobre, ¿qué tipo de sociedad elegirías?