Sólo en 2003, la suma de diputados del PSOE e IU tuvo la oportunidad de recuperar el gobierno de la Comunidad de Madrid. La traición de dos diputados pertenecientes al PSOE, comprados por el Partido Popular, lo impidieron. La maniobra fue conocida por el “tamayazo” en alusión al apellido de uno de los tránsfugas. Las elecciones se repitieron, la “gente” no penalizó dicho acto de infamia. Por el contrario, le dio la mayoría absoluta al PP. La derecha recuperó la comunidad que mantiene desde 1995. Nicho de corrupción y fuente de ganancias superlativas para los capitales riesgos y el empresariado se han practicado sin contrapesos políticas privatizadoras en sanidad y educación, convirtiéndose en una de las más desiguales del Estado español. Más pobreza, filas del hambre y necropolítica. El Partido Popular proyecta su hegemonía y en las tres elecciones más recientes mantiene el poder con la complicidad de Ciudadanos (2015-2019) y Vox (2019-2021).
¿Y la izquierda en Madrid? Hasta 2015 la formaba la socialdemocracia (PSOE) e Izquierda Unida, suma de movimientos sociales más el Partido Comunista. En 2015 emerge Podemos. Su candidatura supuso el descalabro de Izquierda Unida. En la Comunidad de Madrid no logró representación al obtener menos de 5 por ciento. Podemos capitalizó los votos con 18.84 por ciento. El cielo por asalto. El resto es historia. Críticas estériles y una explicación exculpatoria. “No llegó el mensaje”, “no movilizamos”, “la militancia no fue suficiente”. Izquierda Unida acabo en manos de Podemos y en las pasadas dos elecciones se presenta en coalición bajo el sello Unidas Podemos. ¿Y Podemos? Entre purgas, expulsiones, dimisiones, quítate tú para ponerme yo, en 2019 llegó la ruptura. Escindidos del partido nace Más Madrid y Más País, en su trono, Iñigo Errejón. La explicación no pasó del folletín. La amistad se rompió, me traicionó, no lee a Laclau, etcétera. Lo más relevante, el beso entre la defenestrada alcaldesa de Madrid Manuela Carmena y el joven díscolo. Mucho personalismo y poca política. La invisibilidad de los programas o proyectos, que seguro tienen, cedió paso a una estrategia fundada en capitalizar emociones.
En estas elecciones, asistimos al lento declive de la política. Los partidos apelan a ellas, guiados por un estado de ánimo emponzoñado por la pandemia. Tristeza, hostilidad, miedo, ira, culpa o esperanza. Seguramente el nombre de Edward Bernays no diga mucho, sobrino de Sigmund Freud, en 1927 redactó su ensayo: Propaganda. Así identificaba el papel de las emociones en política: “la mente del grupo no piensa en sentido estricto del término. En lugar de pensamientos tiene impulsos, hábitos y emociones. Al tomar decisiones su primer impulso suele ser seguir el ejemplo de un líder de confianza (...) cuando no dispone de un líder y debe pensar por sí misma, no tiene otra opción que servirse de clichés, latiguillos o imágenes que representan un grupo completo de ideas o experiencias (...) el propagandista, aprovechándose de un cliché o manipulando otro de nuevo cuño, puede dirigir a veces una masa completa de emociones colectivas...”. Cámbiese propagandista, por asesor de imagen o director de campaña. Esta es una pista de lo sucedido. Dio igual Pablo Iglesias, (Unidas Podemos), que Isabel Ayuso (Partido Popular), Ángel Gabilondo (PSOE), Mónica García (Más Madrid), Rocío Monasterio (Vox) o Edmundo Bal (Ciudadanos), ellos apelaron a una retahíla de emociones primarias, sentimientos encontrados y descalificaciones varias. La dicotomía se hizo presente, con mayor o menor intensidad, pero no hubo debate de ideas, tampoco se buscó. En otras palabras, se careció de liderazgo. En su lugar fueron divulgadores de emociones. ¿Si no cómo explicar los resultados obtenidos por Ayuso? Entre sus frases para el recuerdo: “yo soy adicta al humo de los coches. Al olor de la gasolina, al asfalto. Todo eso me encanta”, “Un día os iréis de vacaciones y cuando volváis Podemos habrá dado la casa a sus amigos okupas (...) saltarán en vuestro sofá y estarán cagando en el comedor”. En éstas y otras perlas está en gran medida la explicación de la victoria. El voto militante, ideológicamente comprometido disminuye a derecha e izquierda.
La izquierda asume el nuevo terreno del debate, las emociones. Las derrotas se convierten en dimisiones. Entre otras, la de Pablo Iglesias, más de lo mismo. Expresa un estado de ánimo: de la euforia a la depresión. Unos se alegran, otros se entristecen. ¿Y el análisis político? Brilla por su ausencia. Se olvida la esencia de hacer política y participar del espacio público: formación ciudadana, vivencia democrática, compromiso ético, responsabilidad y dignidad. Las dimisiones, actos desde luego nobles, pueden representar acciones espurias. Los principios han sido eclipsados por discursos banales, cambiantes y flexibles. Cuando se renuncia al debate político, como sucedió en Madrid, siempre gana la derecha, sea cual sea su candidato, ello es irrelevante. Pero lo más grave, vuelve irrelevantes a sus oponentes. Y no sirve responsabilizar a los electores de la derrota, tratarlos de idiotas o menospreciarlos. La dimisión, en este caso, es una falsa salida. Avalar esta decisión como se está haciendo, desde lo personal, y no desde lo político, es caer en el mismo error. ¿Y el compromiso con los votantes? Las emociones mandan.