Al fin la oposición oligárquica tiene un hecho cierto del cual colgar su propaganda. Hasta la semana pasada no tenía más que adulteraciones, medias verdades y datos manipulados para tratar de salvarse de una derrota anunciada en los comicios del próximo 6 de junio y de otras más en los ámbitos administrativos e institucionales.
Así, por ejemplo, cuando México ocupa el lugar 12 en el mundo por la cantidad de vacunas anti-Covid administradas, han seguido en su afán de desacreditar la campaña nacional de vacunación y a las autoridades sanitarias del país, con énfasis especial en el doctor Hugo López-Gatell. Algunos opinioneros y ex priístas en desgracia incluso criticaron que se postergara la realización de la prueba PISA, acaso porque no se han enterado de que la emergencia sanitaria ha obligado a postergar algo así como la mitad de las actividades en el planeta. Otros han querido denostar al gobierno mexicano usando los anuncios de Joe Biden de que elevaría los salarios y otorgaría plena libertad de sindicación a los trabajadores de su nación, soslayando el que uno de los primeros actos de la presidencia de López Obrador fue enviar al Congreso una iniciativa de reforma a las leyes laborales para permitir la democratización de los sindicatos y que este gobierno ha incrementado el salario mínimo en una proporción sin precedente.
Pero la noche del lunes pasado una trabe de la estructura elevada de la línea 12 del Metro, entre las estaciones Olivo y Tezonco, colapsó al paso de los vagones, dos de los cuales se vinieron abajo. El desastre dejó un saldo de 24 muertos, unos 80 heridos y un ánimo de agonía en la ciudad capital. La onda de choque de este grave accidente se extendió más allá de los deudos de los fallecidos, de los familiares de los heridos y de la angustia de las personas que durante horas no tuvieron noticia de la suerte de sus seres queridos y afectó el ánimo y la movilidad del suroriente de la urbe.
La sensibilidad y la prudencia indicarían que ante sucesos como éste la primera reacción debe ser de empatía para con los afectados y el reflejo de cerrar filas, si no para ayudar, al menos para no estorbar en las tareas de rescate, localización y remediación de los daños más inmediatos. Sin embargo, desde la noche misma de la tragedia, la reacción de derecha mandó a sus voceros y a sus bots a responsabilizar a Claudia Sheinbaum, jefa de Gobierno, y al canciller Marcelo Ebrard –en cuya administración capitalina se construyó la línea 12– por lo sucedido. Y en pocas horas el linchamiento mediático pasó de las redes a los noticieros, los diarios y los espacios radiales y televisivos de la comentocracia oligárquica.
Es claro que el horizonte de posibles responsabilidades se encabalga en los gobiernos de Ebrard, de Miguel Ángel Mancera (con su sustituto, José Ramón Amieva) y de Sheinbaum y en las empresas constructoras (Carso, ICA, Alston), supervisoras (como Ingeniería, Servicios y Sistemas Aplicados) y certificadoras (como las francesas TCO y Systra); asimismo, se debe tomar en cuenta que en la génesis del desastre pudieron incidir tanto fallas estructurales de origen (detectadas, señaladas y nunca formalmente denunciadas por Mancera) como el terremoto de 2017, que dejó en la línea 12 del Metro daños estructurales perceptibles a simple vista.
Así pues, un accidente de esta naturaleza tiene tantos vericuetos de investigación como un desastre aéreo, en el que debe analizarse el desempeño de los pilotos, la aerolínea, el fabricante del avión, los proveedores de repuestos y los controladores aéreos, entre otros actores. Para fincar responsabilidades es necesario disponer de un complicado y exhaustivo estudio de las causas del accidente, y éste suele tomar meses o años.
Pero a la mañana siguiente del percance, cuando aún había gente buscando a sus seres queridos, los diputados locales panistas ya estaban haciendo campaña en el lugar, en tanto que los intelectuales del viejo régimen pepenaban afanosamente entre los hierros retorcidos elementos que pudieran ser indicativos de la culpabilidad de Sheinbaum y Ebrard y también, de ser posible, de López Obrador. En los días siguientes se han dedicado a asegurar que lo sucedido en Tláhuac es “el Ayotzinapa de AMLO”, el inicio del declive irrefrenable de la Cuarta Transformación (4T) y otras necedades desbordantes de optimismo opositor.
Hacen mal en vincular su felicidad al infortunio de otras personas y se equivocan palmariamente en sus cuentas alegres electorales, en las que el accidente de la línea 12 es un punto de viraje de las preferencias, favorables al proyecto de transformación en curso y a los partidos que lo apoyan.
En lo inmediato, los funcionarios de la 4T –a diferencia de lo que hacían Calderón, Peña Nieto, Mancera y sus subordinados– han dado la cara a la opinión pública y expresado su convicción de atenerse al obligado esclarecimiento.
Hay diferencia.
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