El fin de semana, a pedido del presidente Nayib Bukele, el Congreso de El Salvador destituyó a los magistrados de la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia y al fiscal general, Raúl Melara, y designó a nuevos funcionarios para remplazar a los removidos. De inmediato, voces de la comunidad internacional que hasta la semana pasada habían declarado su simpatía, y hasta su admiración por el mandatario salvadoreño, viraron sin solución de continuidad a encendidas críticas. El gobierno de Estados Unidos, la secretaría general de la Organización de Estados Americanos y organizaciones civiles repudiaron esas acciones, a las que llamaron un ataque al principio de separación de poderes, atentado a la democracia e incluso golpe de Estado.
Cierto es que la drástica medida que promovió el impetuoso mandatario centroamericano por medio de las bancadas de su partido Nuevas Ideas y algunos aliados menores –que lograron una aplastante mayoría tras los comicios del 28 de febrero de este año– violenta los principios de separación de poderes y el respeto a las maneras institucionales, pero también lo es que, tanto los magistrados como el fiscal destituidos habían llegado a sus cargos como resultado de negociaciones entre la Alianza Republicana Nacionalista (Arena, de derecha) y el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN, izquierda), las dos fuerzas políticas que se alternaron el poder de 1989 al año antepasado, que propiciaron el florecimiento de una corrupción sin precedentes en las instancias públicas, y fueron sorpresivamente reducidas a la oposición en los comicios presidenciales de 2019, en los que Bukele logró la mayoría absoluta.
Los funcionarios destituidos el fin de semana pasado representaban, pues, una correlación de fuerzas que dejó de existir desde hace dos años y recibió la última puntilla en las elecciones legislativas de febrero pasado. Por añadidura, los ex magistrados y el ex fiscal obstaculizaban en forma sistemática la realización del programa de gobierno aprobado por los electores el año antepasado y abrumadoramente refrendado en el actual con la altísima votación conseguida por el partido del Presidente.
Más allá de los alegatos legales esgrimidos por cada parte, la cuestión de fondo del episodio es el conflicto entre un mandato popular de nuevo signo y los remanentes institucionales de un régimen bipartidista que en tres décadas cosechó el hartazgo social y fue reducido a la irrelevancia por la voluntad popular, y que a pesar de ello decidió atrincherarse en posiciones decisivas en órganos del Estado.
Posiblemente Bukele y su partido habrían podido resolver esta confrontación por cauces menos disruptivos y con cariz menos autoritario, como reformas constitucionales o juicios políticos individuales.
En todo caso, tanto la conformación como la reconfiguración de la institucionalidad en El Salvador corresponde exclusivamente a la ciudadanía de ese país y las expresiones injerencistas, particularmente las procedentes de Washington –tanto las del gobierno estadunidense como las de la OEA y las de los organismos civiles financiados por la potencia del norte– son inadmisibles e impresentables.