De entrada, el simbolismo. Por primera ocasión en la historia de Estados Unidos dos mujeres presiden el Congreso cuando el primer mandatario de esa nación informó sobre sus primeros 100 días al frente del gobierno.
En la parte sustantiva, después de informar sobre los logros del gobierno –no pocos, por cierto–, Joseph Biden desplegó lo que pareciera ser una redición de lo que otros de sus antecesores demócratas, Roosevelt y Johnson, en especial hicieron en beneficio de quienes históricamente han necesitado del apoyo del gobierno para su bienestar y subsistencia. La propuesta de Biden no parece estar enmarcada en el dilema entre un desarrollo conservador o liberal. Es algo que va más allá y que se aproxima más a las propuestas del sector más progresista del partido demócrata que encabezan Bernie Sanders, Elisabeth Warren, Alejandra Ocasio Cortéz y Pramila Jayapal, entre otros distinguidos representantes de la izquierda demócrata.
En su propuesta sobre el gasto en infraestructura, Biden se alejó de su concepto tradicional e incluyó a la educación, al sistema de salud, la economía familiar, la protección a la niñez y la del medio ambiente. Para rematar, incluyó un aumento de 15 dólares por hora al salario de quienes trabajan en el estado y en las compañías que prestan servicios al gobierno. También, como era obligado en el tema, se refirió a la rehabilitación de puentes y carreteras, aeropuertos, ferrocarriles, del sistema de agua y la red eléctrica, incluida la comunicación por Internet. Habló de crecimiento económico y le puso apellidos: crecimiento en beneficio de mujeres, hombres y niños a los que ese desarrollo les ha caído por goteo. No más niños debatiéndose en la pobreza o madres y padres que trabajan 40 horas o más sin ganar lo suficiente para sobrevivir. Pero lo más destacado es que su propuesta se enmarca en una idea diferente de desarrollo; es necesario invertir en el bienestar de todos y hacerlo de una forma sostenida en un horizonte que no se trunque en cinco o 10 años, crecer sí, pero en beneficio de todos, no de una élite.
A la crítica de sus antípodas republicanos sobre el costo del proyecto y el déficit fiscal que causaría, respondió que el costo de los programas de infraestructura, de beneficio social del combate a la pandemia, se pagarán con un aumento de 7 por ciento en el impuesto a las corporaciones y al uno por ciento que se benefició con la reducción de impuestos de su antecesor, y de quienes aumentaron su riqueza en un trillón de dólares en el mismo periodo que 20 millones de personas perdieron su empleo. Al paradigma “reganiano” de “el gobierno no es la solución, es el problema”, respondió que el gobierno intervendrá para solucionar los problemas de desarrollo tanto como sea necesario.
No fue muy diferente a otros mandatarios cuando habló de “la singularidad y grandeza de su país” y la necesidad de que “los americanos compren lo hecho en América” para que los empleos permanezcan en Estados Unidos. Un eslogan cuya inviabilidad estriba en la inescapable globalización, a la que no pueden sustraerse el vecino país del norte. También para el “consumo doméstico” fue su advertencia a China, a fin de que evite “sus prácticas desleales de intercambio”, por el peligro que representa para la buena relación entre ambas naciones. Lo que evitó decir es que son las propias corporaciones estadunidenses las que por conveniencia han propiciado esa competencia “desleal”. Haciendo a un lado esas imprescindibles concesiones discursivas, parece que Biden intentará alejarse de los cánones tradicionales del liberalismo que ha caracterizado a Estados Unidos en más de medio siglo.
Como era de esperarse, los adjetivos llovieron: socialista, irresponsable, autócrata y populista, fue lo menos que en los medios y cubículos más conservadores se espetó contra el presidente. Cabe especular sobre una respuesta de por lo menos 70 por ciento de los estadunidenses, “si eso es el socialismo o el populismo, bienvenidos”.