I. Pie de foto
El rostro desnudo de esa mujer tiene marcas en la frente, en los pómulos: son las huellas dejadas por sus interminables horas de lucha contra la enfermedad acechante, inasible, ubicua. Al descubrir la franqueza y decisión en su mirada uno se pregunta cuántas imágenes de sufrimiento habrán quedado impresas en ella, cuánta fuerza se necesita para resistirlas, cuánto valor para no olvidarlas. Los labios que denotan voluntad guardan palabras de esperanza, silencios, restos de una sonrisa y tal vez de una oración pronunciada de prisa al margen de un adiós.
Hay quien opina que en las caras de las personas pueden leerse historias. Las muchas que encontré escritas en la de esa mujer –esa noble enfermera cuyo nombre ignoro– me conmovieron, reintegraron mi fe en ti, en nosotros, en mañana.
II. Crisálida
Le aconsejan a Herminia tener valor, resignación, desahogarse de su pena, gemir –opina Fidelia– porque si no lo hace se le va secar el alma. No se lo dice nada más porque sí ni está inventando. La prueba de que eso ocurre es su tío Librado: por hacerse el hombre fuerte ante sus hermanas, jamás derramó una lágrima. Ya viejo y solo, el día que le informaron que su enfermedad era terminal sintió una fuerte necesidad de llorar. Inútil. Cuando falleció estaba completamente amoratado y su expresión era horrible, señal de que había muerto con el alma seca. “¿Se imaginan lo que sería eso?”
Fidelia no obtiene respuesta. Con el permiso del patrón y el derecho que les dan el afecto y el compañerismo fraguados en once años de convivir en el molino, todos quieren consolar a Herminia por la reciente pérdida de Esther, su gemela. Su muerte le duele aún más porque, pese a quererla como a nadie en el mundo, no pudo atenderla, ni consolarla, ni honrarla con un funeral. Fuego. Cenizas.
La última vez que la vio, Esther iba sentada en la silla de ruedas que le facilitaron en la puerta del hospital.
Allí, por su seguridad, un guardia le había prohibido el paso y ella protestó: “Permítame... ¿No ve que se llevan a mi hermanita?” Una mujer que esperaba la salida de un familiar convaleciente quiso tranquilizarla asegurándole que en ese hospital su hermana iba a recibir la mejor atención y de seguro en unas cuantas semanas volverían a reunirse.
Así fue, sólo que en condiciones muy distintas a las imaginadas por Herminia: Esther, tendida en una cama con los brazos pegados al cuerpo, envuelta en innumerables capas de plástico de la cabeza a los pies, no parecía un cadáver, sino una crisálida; ella, apoyada en el vidrio que las apartaba y en el que también veía su reflejo: sola como nunca antes, sola para siempre.
Aunque hayan transcurrido días de esa separación, Herminia sigue atrapada en la escena: de aquel lado del vidrio, la quietud y el silencio absolutos; de este lado, el desconcierto, el dolor sin lágrimas, la mitad de una vida.
III. Parvada
Anoche, ya muy tarde, me llamó Clarita. Lloraba de emoción porque su nieta le había dicho por teléfono: “Abuela, estuve pensando en que cuando volvamos a vernos y puedas quitarte el cubrebocas volarán todas las sonrisas que has estado guardando para mí. ¿Cómo será una parvada de sonrisas?, pensé. No pude responder a la pregunta, pero sonreí.
IV. Y un misterio
A causa de la situación económica derivada de la pandemia, entré en el recorte de personal. En la Residencia no tuve más despedida que las manos de los viejos agitándose tras los cristales de las ventanas. La separación me dolió. A duras penas me mantuve serena. Cuando iba a salir, mientras esperaba que me abrieran la reja, se acercó Salustio para entregarme un papelito con una línea escrita: “No olvide su promesa de escribirme. Honraré la mía”.
Dos días más tarde llegó a mi computadora el primer mensaje de don Cosme: “Ojalá que haya llegado bien. Aquí todo sigue igual, hasta las discusiones por el pan dulce. Mientras los viejos se pelean por las conchas y los alamares, se van formando telarañas de nata en las tazas de café con leche. ¡Asqueroso!”.
A ese primer mensaje siguieron muchos, pero don Cosme en ninguno hablaba de sus cosas personales, como antes; más bien se refería a los asuntos internos de la institución, como si fuera un administrador. Su tema preferido era el de las desa-venencias entre el personal, pero luego lo sustituyó por otro: la disminución de huéspedes. A raíz de la pandemia muchos se habían ido: unos, víctimas de la enfermedad; otros, por el repentino interés de sus familias en bancarrota.
Comprendí que la situación estaba llegando a un punto crítico el día que leí el más breve mensaje de don Cosme: “Hoy asistimos al comedor sólo cuatro residentes. Los pocos que aún quedan se sienten enfermos o no salen de sus cuartos por temor a infectarse.” Inevitablemente pensé en las peores consecuencias de la disminución. Si desaparecía el asilo, ¿qué les esperaba a los restantes huéspedes?
Esa misma tarde le escribí un mensaje largo a don Cosme. No estaba segura de que él tuviera familia; quería saberlo, pero en vez de preguntárselo de una manera directa le reproché que nunca me hablara de él, de sus cosas. Se disculpó: “Es que no tengo nada que contarle. Casi no veo a nadie, no llegan visitas y de lo único que podría hablarle es de las alteraciones que sufre mi organismo, sobre todo el sistema digestivo. ¡Si supiera cómo protesta!”.
Gracias a su sinceridad, me sentí con derecho a preguntarle, a pedirle señales de mejoría o empeoramiento, grados de dolor o adormecimiento. En sus respuestas conocí a un don Cosme cuidadoso como un miniaturista y hábil como un detective para seguir el rastro de un dolor.
Sé que un día se suspenderá nuestra correspondencia. Hoy que releí algunos de los mensajes que me ha enviado me sorprendió la frecuencia con que don Cosme alude a tendones, músculos, clavículas, costillas... Acabé por relacionar esos recados con aquellos maniquíes escolares que, a mitad descarnados, nos permitían ver a dos tintas la maravilla que es el cuerpo humano. Nace, crece, se reproduce, muere... Y entraña un misterio del que nada saben los maniquíes.