En el discurso por sus primeros 100 días de gobierno, el presidente Joe Biden presentó una propuesta de ampliación del gasto social sin precedente en décadas, con 1.8 billones de dólares para la expansión de programas de asistencia social y educación, cuyo propósito central es reducir las enormes desigualdades que atraviesan a la sociedad estadunidense. Este proyecto de reconstrucción social y económica suma alrededor de 6 billones de dólares, con el plan de infraestructura presentado hace dos semanas y los estímulos económicos ya aprobados para paliar los efectos de la crisis causada por la pandemia, y se integra también una histórica iniciativa de reforma migratoria que incluye vías para regularizar a 11 millones de indocumentados.
En su alocución, el mandatario demócrata llamó a terminar la “agotadora guerra contra la inmigración”. Apelando a los sectores conservadores –mayoritariamente republicanos, pero también dentro de su partido– que han frenado todo intento de arreglar la inoperante política de su país en la materia, Biden recordó que “la migración siempre ha sido esencial a Estados Unidos” y pidió poner fin a los pretextos: “Si creen que necesitamos una frontera segura, apruébenla. Si creen en una vía hacia la ciudadanía, apruébenla. Si realmente quieren resolver el problema, les he enviado el proyecto; ahora, apruébenlo”.
Tanto la voluntad de acotar la lacerante pobreza que padecen millones de personas en la nación más rica del mundo como la iniciativa para reconocer el inestimable papel de los migrantes y abrirles una vía a la ciudadanía resultan encomiables y suponen un saludable contraste con el discurso insensible y xenófobo del ex presidente Donald Trump. Sin embargo, no puede soslayarse que en los primeros 100 días de la administración demócrata se ha ahondado el abismo entre los propósitos expresados y las realidades vividas: sólo en marzo, 170 mil aspirantes a visas fueron expulsados del territorio estadunidense y, pese a que se puso fin a la brutal política trumpiana de “tolerancia cero”, apenas fueron admitidos unos cientos de solicitantes de asilo.
Además de la brecha entre el cambio discursivo y la continuidad fáctica, la inercia del Poder Legislativo se erige como un obstáculo formidable ante los millones de personas que esperan para ingresar al territorio estadunidense o para obtener los documentos que acrediten su residencia legal. En efecto, históricamente el Congreso del vecino país del norte ha sido la instancia donde queda entrampado cualquier intento de resolver en términos sensatos, realistas y humanitarios el drama de quienes llegan a ese territorio en busca de oportunidades laborales o para escapar de la violencia, por lo que las esperanzas de los migrantes se encuentran a expensas de representantes y senadores que, hasta ahora, se han conducido con pasmosa mezquindad.