Es lugar común entre los mexicanos decir: “Pase, usted, está en su casa”. Pero del dicho al hecho... Terrible destierro de los niños migrantes no acompañados que me lleva nuevamente a recurrir al libro clásico La hospitalidad (Ediciones de la Flor, Buenos Aires, 2010).
Ante la pregunta, Anne Dufourmantelle por la hospitalidad, la hostilidad, el otro y el extranjero, Jacques Derrida no responde, más bien la despliega, insiste en ella, se pregunta y nos pregunta acerca de la hospitalidad, “acerca de la acogida, de aquel, aquella o aquello que acogemos o que nos acogemos en nosotros, en nuestra casa, en nuestro lugar-propio, en el chez soi”.
Dufourmantelle, conocedora del pensamiento derridiano, expresa en el prólogo: “La hospitalidad se ofrece, o no se ofrece, al extranjero, a lo ajeno, a lo otro. Y lo otro, en la medida misma en que lo otro, nos cuestiona, nos pregunta. Nos cuestiona en nuestros supuestos saberes, en nuestras certezas, en nuestras legalidades, nos pregunta por ellas y así introduce la posibilidad de cierta separación dentro de nosotros mismos, de nosotros para con nosotros. Introduce cierta cantidad de muerte, de ausencia, de inquietud allí donde tal vez nunca nos habíamos preguntado, o donde hemos dejado ya de preguntarnos, allí donde tenemos la respuesta pronta, entera, satisfecha, la respuesta allí donde afirmamos muestra seguridad, nuestro amparo”.
Acoger, pues, al extranjero, brindarle hospitalidad, nos pregunta y nos confronta sin ambages sobre nuestro propio desamparo, sobre aquello extranjero que a todos nos habita y contra lo cual nos defendemos con la ilusoria fantasía narcisista de completud, de unidad, de invulnerabilidad. Por tanto, negar la pregunta que el extranjero, el otro, plantea y nos plantea, implica reforzar la negación, acudir a la omnipotencia, reforzar el narcisismo y desemboca, por tanto, en la hostilidad hacia aquel o aquello que amenaza nuestra ilusionaría completud. “El anfitrión se hace vulnerable cuando acepta la pregunta”. Por tanto, resulta preferible elegir muros que aíslen al otro o legislar de manera arbitraria, o bien perseguir o matar a aquel que amenaza con su otredad los frágiles límites que una vez traspasados nos confrontan con la propia otredad que no sólo nos habita, sino que nos constituye.
Es así como Derrida opta por la pregunta, honestamente, ingenuamente, poéticamente. Y en este discurrir aparece, inevitablemente, la poética, lo mítico y lo ancestral. Aparece Edipo, el extranjero desde siempre y para siempre, “muerto fuera de la ley, más allá de la ley, sin tierra ni tumba Sólo la poesía es capaz de decir, y no, aquello que, entre la ley y la transgresión, puede hacer de la transgresión una ley: ¡cómo entender, si no, la trágica figura de Antígona, aquella que es íntegra, fiel a sí misma, ahí donde transgrede?
Para Derrida es la poesía, amparo abierto, aquella que puede ayudarnos en la defensa contra la “antipoesía tecnológica que amenaza invadir la intimidad, pervertirla, hacerla pública, introduciéndose en lo más íntimo de esa intimidad”. Por tanto, Derrida enuncia que “un acto de hospitalidad no puede ser sino poético”. Lo que esperan los niños migrantes no acompañados. Por supuesto, más allá de los problemas políticos entre los países centroamericanos México y Estados Unidos.