Recuerdo los epitafios escritos por adelantado hace 30 años. Mientras se desmoronaba la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, los sabios de la tribu vaticinaban que Cuba no resistiría sin el oro de Moscú ni podría soportar la entropía del “socialismo real” con el añadido de las presiones estadunidenses. “Con la pala en alto, los enterradores esperan”, escribió en 1992 el escritor uruguayo Eduardo Galeano.
Se aseguraba que, como toda revolución suele comenzar y terminar a cañonazos, lo mejor que le podía ocurrir a la cubana era que Fidel Castro se rindiera por adelantado para economizar muertos. Un editorial del diario de El País, de España, conminaba a La Moncloa a ayudar al hipotético gobierno de La Habana que sobrevendría, “para su integración en la comunidad occidental, a la que Cuba pertenece por historia y por derecho propio; tratando con ello de paliar las consecuencias de una transición agitada y evitando los tonos violentos de odios y venganzas que pudieran producirse”.
Insulto aparte –eso de nuestra renuncia a ser occidentales–, han tenido que esperar tres décadas para que sucediera lo que algunos llaman la transición, sin el desenlace tan largamente esperado. La llamada “generación histórica”, la de los barbudos de la Sierra Maestra, simplemente dejó hace unos días los cargos políticos que ostentaron, sin más consecuencias que los largos aplausos que le tributaron los delegados e invitados al Octavo Congreso del Partido Comunista de Cuba, en gesto de gratitud. “Nada me obliga a esta decisión, pero creo fervientemente en la fuerza y el valor del ejemplo y la comprensión de mis compatriotas. Mientras viva estaré listo con el pie en el estribo para defender el socialismo”, dijo Raúl Castro el pasado 16 de abril, al anunciar que concluía su mandato como primer secretario de la organización partidista.
Ni violencia, ni odio, ni venganza. En lo que respecta a Cuba, la historia ha pasado por encima de los agoreros del muro de Berlín tropical. Raúl Castro se despide hablando no sólo de socialismo, sino de la necesidad de reinventarlo y de estar dispuestos a aplicar correcciones y experimentos. El presidente Miguel Díaz-Canel, que lo sucede en el cargo, añade que hay que conectar con la sociedad y fortalecer una democracia con el apellido socialista, “vinculada a la justicia y la equidad social, al ejercicio pleno de los derechos humanos, a la representación efectiva y la participación de la sociedad en los procesos económicos y sociales en curso... Todo ello en un entorno cada vez más libre de los lastres del burocratismo, del centralismo excesivo y de la ineficiencia”.
Definitivamente se trata de construir un edificio nuevo sobre los cimientos de un compromiso histórico ejemplar, aunque no lo quieran reconocer los que se han pasado la vida presagiando el fracaso de la revolución cubana. Al bautizarla, Fidel Castro la calificó de socialista, democrática, de los humildes, con los humildes y para los humildes. Esa no era una frase retórica. Lo dijo en la calle, ante una multitud de personas armadas y decididas a combatir una invasión del gobierno de Estados Unidos y sus mercenarios, el 16 de abril de 1961. Como reconoció el escritor español Manuel Vázquez Montalbán, lo peor para Cuba no ha sido estar sola, lo peor es estar rodeada, aunque con la clarividencia de apostar por un socialismo sin las malformaciones políticas y económicas de la Europa intramuros.
Por cierto, un gran teórico marxista, Francisco Fernández Buey, catalogaba de “políticos hipócritas” a los que impidieron la construcción del socialismo en el Este y luego se lamentaban de que terminara siendo un engendro. Y añade: “En tal contexto el discurso numantino de Castro tiene para mí el valor de la coherencia moral... La única manera de saber si Cuba podría haber llegado a ser socialista en el sentido original de la palabra, o si aún puede llegar a serlo, es pensar en la hipótesis de que se le hubiera dejado hacer lo que la mayoría de la gente allí́ quería cuando hizo la revolución. Pero eso sabemos que no se lo han dejado hacer, ni se lo dejan hacer”.
Y en eso llegó la era pos-Castro sin los cataclismos anunciados. La renovación ha venido ocurriendo desde hace años ante los ojos de todo el mundo, con paciencia y astutas tácticas que han ayudado a desatar las cualidades y las capacidades de la gente común. No es sólo que los guerrilleros ya no están nominalmente en el partido que ha conducido la política nacional, sino que la generación que lleva los destinos del país nació después de 1959 y se expresa también en femenino. La edad promedio de sus dirigentes es ahora de 42 y medio años; 54.2 por ciento de quienes ocupan responsabilidades son mujeres y 47,7 por ciento, negros y mulatos. Existen 75 primeras secretarias de comités municipales y distritales (42 por ciento). Ha cambiado toda la estructura del poder político y gubernamental, pero no el rumbo.
La puja real en Cuba no es por el cambio, sino por darle sentido a esa palabra y seguir surfeando en una continua situación de emergencia. ¿Se cansarán los enterradores de alzar su pala?