En esta semana dos ciudadanos han obtenido sendos amparos contra el rediseño del espacio aéreo del valle de México, cuya primera fase entró en operación el 25 de marzo pasado y cuya concreción es un requerimiento para las operaciones conjuntas de los aeropuertos de la Ciudad de México, Santa Lucía y Toluca. La primera suspensión fue concedida el sábado a una ciudadana por considerar que el cambio de rutas “genera daño al medio ambiente y a la salud de su familia”, mientras la segunda se otorgó ayer al influyente litigante Javier Mijangos y González, quien también ha promovido amparos contra la Ley de la Industria Eléctrica y el cierre de ductos de Pemex como medida provisional para combatir el huachicoleo.
Para entender el significado y el alcance de las suspensiones provisionales en cuestión, es necesario ponderar dos realidades. Por una parte, es cierto que el rediseño del espacio aéreo implica un cambio en las rutas por las cuales las aeronaves acceden al valle de México y, por lo tanto, afecta a zonas de la metrópoli que hasta ahora no padecían el ruido producido por el tránsito de aviones.
Por otro lado, la geografía y la demografía de la megalópolis hacen imposible el diseño de un espacio aéreo en el que ningún ciudadano sea perjudicado por el paso de estos aparatos: las rutas seguidas hasta hace un mes alteraban el ambiente y producían ruido en otras regiones de la ciudad, y el cancelado aeropuerto de Texcoco ya había generado un movimiento de rechazo al rediseño planeado para su operación.
En el contexto descrito, amparos como los concedidos derivan en órdenes impracticables y en un juego absurdo en el que no podría ponerse en marcha ningún diseño del espacio aéreo, pues cada uno de los que se propongan puede ser impugnado bajo alegatos como los actuales. De prosperar las órdenes judiciales emitidas esta semana, se deberá volver a capacitar a todos los operadores que vuelen al Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México y renviar manuales y cartas de navegación, procedimiento que toma tres meses y, de proseguir esta lógica, tendría que ponerse en marcha cada vez que un juzgado ampare a alguno de los 20 millones de habitantes del valle de México.
Queda claro que el fondo del conflicto no reside en la coyuntura en torno de las rutas aé-reas, sino en la arbitrariedad e irresponsabilidad con que se tramitan y conceden amparos, figura jurídica concebida para proteger a los ciudadanos frente a los atropellos y los abu-sos de la autoridad, pero que en sus términos vigentes deja al país a merced de caprichos, intereses o filias y fobias políticas de algunos togados. Así ocurrió, en este mismo ámbito, con el torrente de amparos contra la construcción del aeropuerto Felipe Ángeles, promovidos durante 2019 por el organismo empresarial #NoMásDerroches, colectivo de personas de negocios ligadas estrechamente a las anteriores administraciones federales que logró frenar por meses las obras de la terminal aérea gracias a la obsecuencia de los tribunales.
Los excesos cometidos en el otorgamiento de suspensiones a los actos de autoridad no sólo suponen un incuantificable quebranto a la hacienda pública, por la parálisis de obras de infraestructura o programas de gobierno, sino que se han convertido en una carta de impunidad para toda suerte de delincuentes que cuentan con los recursos económicos para impedir la acción de la justicia. Por ello, es de obvia necesidad revisar y acotar los alcances de los juicios de amparo, así como establecer una serie de condicionantes que impidan afectaciones al bien común por la conveniencia o el antojo de particulares.