El bicentenario del fallecimiento de Napoleón I, ocurrido el 5 de mayo de 1821 en la isla de Santa Elena, ha dado lugar a múltiples conmemoraciones iniciadas desde hace un mes y que culminarán con una misa en mayo en el cementerio de los Inválidos, donde se encuentran sus restos. A pesar de la admiración que inspira el emperador, se prevé una asistencia reducida a causa de la pandemia, aunque no faltarán los políticos, quienes aprovecharán para hacer su propaganda electoral, encabezados por el actual presidente de Francia.
Cierto, la figura de Napoleón sigue suscitando admiración, cuando no fanatismo. Para buena parte de los ciudadanos franceses, la época vivida durante el mando del general y emperador es la era gloriosa de la grandeza de Francia. Así, hablan de sus batallas y triunfos bélicos con tanta pasión como nostalgia. No faltan quienes parecieran vivirlas cuando las recuerdan.
Vida y campañas de Napoleón Bonaparte inspiran a los más grandes escritores del siglo XIX. Para comenzar, a la generación cuyos padres fueron soldados y héroes del general, cónsul y emperador, como Alejandro Dumas y Víctor Hugo. Los lectores de Los miserables pueden recordar las noches en vela de Marius Pontmercy leyendo los relatos de las hazañas napoleónicas. Balzac pone en escena a Napoleón I y a Fouché, jefe de la policía, en Un asunto tenebroso. Chateaubriand no oculta su obsesión por este caudillo que cambió la historia de Europa y otras partes del mundo. En La guerra y la paz, Tolstoi construye su gran fresco de la guerra de Rusia contra Napoleón. Nerval se pregunta, acaso ya rodeado por las sombras de la muerte, qué significan las últimas palabras de Bonaparte al morir. Con su elegante ligereza espiritual, Stendhal sitúa frente al espejo a Julien Sorel imitando los gestos de Napoleón cuando prepara sus conquistas, mientras se propone la misma estrategia para conquistar a Louise de Rênal. Con esa misma ligereza, Fabrizio del Dongo atravesará la batalla de Waterloo sin verla, como no puede ver que Clelia lo ama cegado por su propio amor.
Cierto, también existen los detractores de Napoleón. A un extremo, los partidarios de la monarquía, los legitimistas, quienes lo llaman El Usurpador. Al otro extremo, quienes lo consideran un traidor a la revolución de 1789. Pierre Larousse, partidario ultrarrepublicano, en la ficha sobre el general Bonaparte de su famoso Diccionario, redactará: “Bonaparte, general muerto en 1804”, cuando se hace nombrar emperador de Francia.
Por o contra, este personaje histórico, sobre quien no cesan de aparecer libros de todo género, sigue desatando pasiones. Si bien hay personas que se limitan a evocar con añoranza su existencia, hay a quienes el culto a la personalidad de Napoleón provoca accesos de megalomanía, una de los primeros síntomas de la esquizofrenia. Por ventura, un impulso limitado a manifestaciones inconsecuentes como puede ser la mano apoyada contra el tórax. Personalmente, me tocó ver a un ex presidente mexicano en esta actitud al mirar hacia el domo de los Inválidos. Por desdicha, existen también quienes se toman por el emperador en persona. En general, habitan en un hospital siquiátrico. Así, no falta un Napoleón en un manicomio que se respete. El desaparecido manicomio Floresta podía enorgullecerse de tener dos Napoleones. Gracias a su último dueño, el doctor Alfonso Millán, tuve la oportunidad de hablar con los dos presuntos emperadores. Cada uno trataba al otro de “usurpador”, “traidor”, “impostor”, dándome las razones de la sinrazón que a sus razones se hacían para convencerme de ser el “verdadero” Napoleón, escapado de Santa Elena y por el momento en el Floresta, donde se esconde de enemigos ingleses y austriacos. Sus argumentos eran tan convincentes que no era posible poner en duda su identidad. Si Nerval creía platicar con Luis XIII o Richelieu, ¿por qué no hubiese podido yo hablar con Napoleón I, emperador de Francia?