El estallido social del 18 y 19 de abril de 2018 estableció en Nicaragua un parteaguas. Marcó el principio del fin de la dictadura Ortega-Murillo, pero tres años después el país sigue aplastado por el estado policial sin haber alcanzado la democracia.
La protesta autoconvocada que demandó la salida de Ortega y elecciones anticipadas desató una verdadera insurrección cívica. Una nueva mayoría política, azul y blanco sin banderas partidarias, despojó al Frente Sandinista del monopolio del control político de las calles, pero no lo sacó del poder. La dictadura institucional que fue diseñada para gobernar sin oposición política en 2007 respondió con la orden del “vamos con todo” de Rosario Murillo, provocando el peor baño de sangre de la historia nacional en tiempos de paz. La matanza de abril y mayo, sumada a la operación limpieza perpetrada en junio y julio de 2018 por policías, paramilitares y activistas del FSLN, dejó más de 328 asesinados, mil 600 detenidos, centenares de lesionados y torturados, y 100 mil exiliados. Crímenes de lesa humanidad que permanecen en la impunidad y colocan la demanda de verdad y justicia como pilar inseparable de la demanda de democracia.
Al convertirse en dictadura sangrienta, el régimen Ortega-Murillo perdió su viabilidad política. En 48 horas, colapsó su modelo corporativista de alianza con los grandes empresarios que, a cambio de ventajas económicas, durante una década le otorgó legitimidad política para gobernar sin democracia ni transparencia.
Desde entonces, la dictadura atraviesa por una crisis terminal. Sin liberar a los presos políticos y restablecer las libertades democráticas, no puede solucionar la crisis –con tres años consecutivos de recesión económica y crisis social, agravada por el manejo negligente de la pandemia de Covid-19–, y tampoco tiene un plan de reformas o sucesión. Pero al atornillarse en el poder con el estado de sitio de facto y el respaldo de una sólida minoría política, armada y fanatizada, administrando razonablemente bien la macroeconomía, ha demostrado que no caerá por su propio peso ni por la presión internacional, sino que aún puede prolongar su agonía por algún tiempo, a costa del deterioro del país.
Para Ortega, no importa el largo plazo, sólo el día a día. Su estrategia es ganar tiempo, endureciendo el estado policial, como en este fin de semana, para evitar que el pueblo se manifestara en libertad. En esa dirección, ofrece unas elecciones sin garantía de transparencia ni competencia, en las que no estaría en juego el poder del FSLN, para intentar volver al statu quo anterior a 2018 con los grandes empresarios.
La reforma electoral del FSLN no sólo se aleja de la propuesta de consenso nacional que presentaron el Grupo Promotor y la resolución de la OEA, sino que además se subordina a las leyes represivas dictadas en 2020 para inhibir a opositores. La “reforma”, además, mantiene intacto el control del FSLN sobre el sistema electoral en unos comicios que se realizarán sin libertad de reunión y movilización, y bajo el control de la Policía Nacional, que dirige el candidato a la relección Daniel Ortega.
Para los que abrigaban la expectativa de que Ortega cedería a las presiones internacionales para evitar más sanciones, el caudillo ha dejado claro que ya decidió ir a elecciones sin reforma electoral y sin observación internacional, aunque esto signifique colocar a su gobierno al borde del abismo de la ilegitimidad. La legitimidad, de acuerdo con su cálculo político, no proviene de la OEA, sino de la participación de al menos un sector de la oposición en los comicios, junto a los partidos colaboracionistas, aunque éstos no cumplan con los mínimos estándares internacionales.
Dividida entre la Alianza Ciudadana y la Coalición Nacional y sometida al chantaje de las casillas electorales de CxL y el PRD, la oposición encara el dilema de ir o no a elecciones sin garantías, o rechazar unida la oferta de Ortega, presentando una opción para presionar por un cambio en las reglas del juego. Siendo improbable que se logre la unidad en un solo bloque en los próximos 60 días, la única vía es la unidad en la acción de las fuerzas opositoras y los precandidatos presidenciales que coinciden al menos en tres puntos: la demanda de suspensión del estado policial, elecciones libres con reforma electoral democrática y sacar a la dictadura del poder.
La oposición debería descartar la premisa de que la reforma se producirá como resultado de las presiones de la OEA, EU y la UE, o que Ortega modificará su propuesta de reforma electoral, negociando con los partidos zancudos. Sólo la presión nacional y el relanzamiento de la resistencia cívica en las nuevas circunstancias de represión es lo único que le puede arrebatar al régimen la suspensión del estado policial y una verdadera reforma electoral.
Según las encuestas, ninguno de los ocho precandidatos de la oposición tiene la ventaja para ganar con la oposición dividida. Ciertamente, hay candidatos mejor posicionados que otros frente a Ortega y sus competidores, pero ninguno tiene el arrastre para imponerse de forma abrumadora en un contexto de división opositora. Por el contrario: varios de los ocho le podrían ganar a Ortega si hay una alianza opositora, aun sin condiciones democráticas, pero ninguno puede ganar a la minoría del FSLN con la oposición dividida.
La Rebelión de Abril aún tiene la oportunidad de sacar a Ortega y desmantelar la dictadura por la vía pacífica; antes debe desatar el nudo que impide la unidad nacional. Cuando lo que está en juego es la disputa entre democracia y dictadura, hay una pugna de control por el poder que se pretende disfrazar como diferencias ideológicas, de izquierda y derecha o incluso de valores religiosos. Si prevalece el sectarismo de las élites políticas, empresariales y eclesiales, la división de la oposición será inevitable y con la maquinaria del fraude del FSLN Ortega puede permanecer en el poder unos años más, después de la elección, aunque el país se siga en el precipicio de la crisis económico-social. En cambio, si los líderes de estos tres sectores –CxL, los grandes empresarios y los obispos– asumen el riesgo de apoyar la unidad en la acción de la oposición para salir de la dictadura, el único temor que deben conjurar es el mal menor de la incertidumbre del cambio democrático.
* Periodista nicaragüense.