La semana pasada, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) presentó su quinto Informe de seguimiento de recomendaciones formuladas por la CIDH en México. El reporte obedece al proceso iniciado en 2015, cuando el mismo órgano presentó recomendaciones al Estado mexicano sobre la situación de país en el contexto de la crisis institucional evidenciada por la presencia sistemática de graves violaciones a los derechos humanos.
Este seguimiento, a cinco años de distancia de las recomendaciones emitidas, es también un filtro muy útil para observar los avances, desafíos y omisiones del Estado mexicano en la búsqueda por consolidar la institucionalización de una cultura de los derechos humanos en nuestra realidad; asimismo, permite trazar una ruta muy detallada de la agenda que debe seguirse desde el Estado, los órganos legislativos y la propia sociedad civil en pos de la garantía de estos derechos; pues el informe presenta tanto los avances como las cuentas pendientes en temas que aglutinan las principales problemáticas de derechos en México, y que se derivan de una dinámica transexenal que se revela como independiente de la política declarada por uno y otro gobierno.
Los primeros temas presentados en el informe aluden a la principal dimensión de la crisis estructural en México, la violencia y la inseguridad. De este rubro vale la pena destacar varios señalamientos de la CIDH. En primer lugar, lo relativo al enfoque de seguridad ciudadana, donde subraya la preocupación por la creación y fortalecimiento de la Guardia Nacional, órgano de seguridad militarizado que hoy por hoy no cumple con los estándares ni con un marco general congruente con los tratados internacionales. La CIDH destaca la preocupación por el fortalecimiento presupuestal y la concesión de funciones metaconstitucionales para esta corporación y las fuerzas armadas en su conjunto.
También destacado en el informe es el tema de desaparición y desaparición forzada, respecto del cual se reconocen numerosos avances sobre todo en materia de elaboración de diagnósticos de la realidad, legislación y estructuras de búsqueda de personas; sin embargo, también señala su insuficiencia, pues dichas medidas no han transformado estructuralmente el sistema ni permiten declarar superadas las carencias en materia forense y de inacceso a la justicia y la verdad. En similar estado –a decir del informe– se encuentran los ámbitos relativos a la práctica de la tortura, ejecuciones extrajudiciales y uso de la fuerza, en los cuales, aunque ya se ha cumplido con la elaboración de una ley general para su erradicación, no obstante ello no ha derivado en avances en clave ejecutiva en relación con el registro, atención y erradicación de estos abusos, y se señala a la impunidad como un grave freno a muchas de las disposiciones del informe.
El documento incluye apartados importantes que hacen referencia al acceso a la justicia de manera general y a la incapacidad del Estado para garantizar un mínimo piso de derechos para poblaciones vulnerables específicas. En este punto preocupa especialmente el bajo financiamiento de la Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas para su correcto funcionamiento, así como la falta de esfuerzos sistemáticos en las investigaciones de crímenes y en la rendición de cuentas. Se resalta también el lento avance en la protección y garantía de derechos para las personas LGBT, mujeres, niñas, niños y adolescentes; pueblos indígenas, personas privadas de la libertad, migrantes, defensores y defensoras de derechos humanos, así como periodistas. Se enumeran igualmente labores pendientes y urgentes en materia de libertad de expresión y acceso a la información.
Pese a la importancia de este informe, sorprende la escasez de reacciones que ha generado, puesto que, hasta ahora, no se ha fijado desde la cancillería y la propia Secretaría de Gobernación ninguna posición sobre su contenido y menos aún sobre la pauta esperada de cumplimiento de sus observaciones desde la institucionalidad del Estado. Si bien tiene poco tiempo de haberse publicado, su relevancia y puntualidad merecería no sólo una respuesta pronta y consecuente con las recomendaciones propuestas, sino una estrategia institucional articulada que gestione este seguimiento. Aunque recientemente ya se han realizado esfuerzos como el Sistema de Seguimiento y Atención de Recomendaciones Internacionales en Materia de Derechos Humanos o el Programa Nacional de Derechos Humanos 2020-24, desafortunadamente éstos han estado lastrados por grandes carencias de vinculación social e institucional que han condicionado su efectividad.
Lo que en el informe se señala debería ser una plataforma pertinente para la definición de una agenda del gobierno en todos sus niveles en materia de derechos humanos. Los índices de violencia, inseguridad y vulnerabilidad que prevalecen en nuestra realidad deben ser atendidos con reformas estructurales; pero, mientras no se reconozcan ni se atiendan, el gobierno envía un mensaje de permisibilidad, como ha ocurrido en el pasado con gobiernos provenientes de otros partidos políticos y con distintas narrativas.
En este sentido, este nuevo informe renueva el reto para el gobierno de dar real cabida con una perspectiva estructural e integral, a los señalamientos de la CIDH, que –por cierto– hace eco de numerosas necesidades y expectativas de la propia sociedad mexicana. Es urgente el fortalecimiento de la institucionalidad en materia de derechos fundamentales para traducir los esfuerzos legislativos en acciones y estrategias efectivas que permitan la construcción de un sólido estado de derecho. En palabras del propio informe: “El reto del Estado mexicano es cerrar la brecha existente entre su marco normativo y su reconocimiento de los derechos humanos con la realidad que experimenta un gran número de habitantes”. Mientras esta brecha no se cierre, no existirá ni estado de derecho ni democracia sustantiva en México.