Se ha dicho como ritornelo que esta es y fue la Ciudad de los Palacios, aunque no sobreviva un edificio del siglo XVI y a las construcciones del XIX las devorara en buena medida el XX.
Lo que no se ha dicho con suficiente insistencia es que la ciudad del México de los 60 ha sido una de las más dinámicas y disfrutables en la vida cultural.
La modernidad con sus ejes viales y la demasiada gente la hicieron inhabitable. Se derribaron cientos de árboles, se compraron propiedades a precios irrisorios, todo en nombre del bien publico. Se cuadriculó la ciudad con las nuevas avenidas… y se dejó de lado el fortalecimiento del transporte público, secreto de grandes ciudades que admiramos, como Nueva York, que han logrado mantener, pese a la demasiada gente, esa vida de barrio que la hace transitable a pie.
Homero Aridjis recupera para nosotros esa ciudad disfrutable, esa ciudad cuyos ecos escuchamos en novelas, cuentos, poemas, crónicas de Elena Poniatowska, Carlos Fuentes, Carlos Monsiváis, José Emilio Pacheco.
En Los peones son el alma del juego, esa ciudad perdida es incluso un personaje. Todo se inició como diario secreto donde el entonces joven poeta recién llegado de Ocontepec, Michoacán, toma nota de sus asombros.
Aridjis ha insistido en decir que más que unas memorias o una autobiografía es una autoficción. Autoficción aunque las anécdotas de personajes famosos o infames, aclara en una nota, “fueron oídas o vistas por el autor o contadas a él por gentes contemporáneas que las presenciaron, escucharon o vivieron”.
Así aparece un Juan Rulfo buscando su dentadura en un prado de Reforma cerca del Ángel de la Independencia, o un Alí Chumacero que conoció a Elena Garro púber, “cuando aún practicaba la caridad sexual sin garras”. Y por supuesto, cuenta con un capítulo Carmen Mondragón, quien se autopresentaba con un “Soy Nahui Ollin, la loca del sol”.
Los peones son el alma del juego es una serie de close up a personajes centrales de la literatura y el arte, como Juan José Arriola, Gabriel García Márquez –que aparece bailando con Elena Garro–, Luis Buñuel, Octavio Paz, Carlos Fuentes, Fernando Benítez, José Emilio Pacheco, Adolfo Bioy Casares, Carlos Monsiváis, Bona de Pisis y Francisco Toledo.
Como Homero Aridjis no pretendía un ejercicio de hagiografía laica, sino un acercamiento vivo, esos personajes aparecen tan humanos como cualquiera con sus pequeñas miserias, sus debilidades, sus correrías, sus ilusiones.
No sólo eso: como en un gran concierto aparecen, además de las voces principales, esos personajes secundarios, esos poetas menores que pese a no ser los solistas fácilmente identificables por todos, forman parte del coro. Son la efímera hierba del bosque que pese a todo forma parte del ecosistema, la estructura que explica y permite ver a los grandes robles, a los tules, a los ahuehuetes que sobresalen en el paisaje.
Una atmósfera onírica impregna el tono de la novela para decirnos tal vez que lo vivido pese a sus consecuencias cada quien lo percibe de diferente manera. Pese a ello, no he visto mejor acercamiento a la maldad patológica de Elena Garro que en este libro, tan exacta a la que me han contado en otros escenarios personas que la conocieron.
Los peones son el alma del juego también es la crónica de una ciudad que se transforma, que cambia con los años sus signos de identidad: no es lo mismo la Zona Rosa de los 60 que la de ahora, ni la comunidad cultural que interactuaba tan fácilmente con la de ahora, sin vida de noche por la violencia urbana.
Hace tiempo, Homero Aridjis aprendió a ser impopular. Con esta novela lo refrenda, para beneficio de los jóvenes lectores que podrán acercarse a escritores de culto como personas vivas.