Desde hace años me obsesiona una idea de Foucault, cuando se refiere al fascista que todos llevamos dentro, al que nos hace amar el poder que nos oprime.
En su análisis, Foucault aclara que el poder no es una cosa, algo que unos tienen y otros no, por lo que debería redistribuirse; habría que “empoderar” a los que no lo tienen, como dice el Banco Mundial. El poder es una relación, en que una de las partes rinde su voluntad a la otra. Puede rendirla ante coerción física permanente, como la que se padece en una prisión, o ante la amenaza de que ejerza esa u otras formas de coerción, como la fiscal. Tales situaciones no generan “amor” ante el poder que oprime, sino lo contrario. Pero la voluntad también se rinde por convicción, con fascinación incluso, por el carisma de un líder o por motivos políticos, religiosos o ideológicos. Y se ama entonces al poder que nos oprime…
La principal función de la escuela es formatearnos de ese modo. Es difícil imaginar un régimen más despótico que el del salón de clase. El maestro tiene el poder y la razón, y actúa bajo el supuesto de que todo lo que hace es por el bien de quienes tiene a su cargo. Aunque pueda arruinar su infancia, imponer normas opresivas y cometer todo género de arbitrariedades, muchas niñas, niños y niñoas aprenden a quererlo.
En la ola creciente de autoritarismo que corre por el mundo, es éste uno de los factores más peligrosos. Se ha formado el caldo de cultivo de una nueva forma de fascismo, que recuerda el de los años 30 y lo lleva a formas inéditas.
En diversos lugares y aspectos, el autoritarismo de hoy es semejante al de ayer. Un poder central, concentrado en una persona o un grupo, se ejerce sobre todo el cuerpo social, incluso sin coerción o su amenaza. Se base o no en una persona o grupo carismáticos, se predica en nombre del bien común o general. Es el caso del Covid-19. Buena parte de la población siguió puntualmente las instrucciones de las autoridades, tras una campaña de miedo y desinformación vinculada a una amenaza real. Medidas sin más fundamento que la opinión sesgada de expertos o políticos fueron devotamente obedecidas y se les aceptó hasta con gratitud.
Aún más general es un autoritarismo sin autoridad o muy difusamente vinculado con la autoridad central. A medida que el estado de excepción sustituye al de derecho y la ley se emplea para afirmar la ilegalidad y garantizar la impunidad, dejan de aplicarse normas comunes reconocidas. Prevalece ya, en buena parte del mundo, un orden arbitrario basado en el uso de violencia directa, indirecta o disfrazada, además de la estructural.
En México, esta situación general ha llegado a su extremo. Es el país con mayor grado de violencia, en términos de muertos, “levantados”, desaparecidos y formas de coerción física. En amplias zonas del país autoridades de los tres niveles de gobierno muestran pasividad, complicidad o involucramiento directo en toda suerte de crímenes y violaciones a la ley. Es cada vez más difícil distinguir entre el mundo del crimen y el de las instituciones, y el del crimen no es sólo el de los llamados cárteles. Son muy diversos grupos que imponen su voluntad y sus códigos de comportamiento sobre toda la población de las regiones en que operan.
Estos dispositivos se emplean contra comunidades zapatistas y grupos indígenas que defienden su tierra y territorio, por lo que operan como herramientas de contrainsurgencia. Están al servicio de intereses privados o proyectos gubernamentales, como vimos en este mes aciago de muertes, secuestros, desaparecidos, feminicidios... Aunque esto es muy grave, más grave aún es que se multiplique el apoyo apasionado a ese poder que nos oprime. Que aparezca hasta en los lugares más inesperados el fascista que llevamos dentro.
Llegó así como viento de esperanza la noticia, anunciada desde octubre, de que empezaría a navegar “el virus de la resistencia y la rebeldía”. Es cierto que “vendrá el día en que la muerte vista sus ropas más crueles”, como lo estamos viendo, pero también habrá “cosas maravillosas” –como esa “semilla que busca otras semillas”, decidida a “hacer algo que valga la pena”. En diciembre nos anticiparon que, como “lo primero es el camino”, se habían puesto a inventarlo y ya lo tenían, ya sabían adónde no querían ir. Partirían en su “lucha por la vida”, que es “en todas partes y todo el tiempo”, y lo harían en abril y por mar y hacia Europa, primero.
En ese tránsito, nos recordaron lo que don Durito había dicho desde 1995: “No es necesario conquistar el mundo, basta con hacerlo de nuevo”. Y es lo que de alguna manera, a su manera, hace ya y hará el batallón 4-2-1 –cuatro mujeres, dos hombres, un otroa– que está zarpando ya, como anunciaron.
Finalmente, el remedio ante ese fascista que llevamos dentro no puede ser otro que mirar a los lados y encontrarse con otras y otros y otroas que hayan tomado ya la decisión de no agachar la cabeza, de no rendir la voluntad a poder alguno. Buscar a quienes en vez de seguir mirando obsesivamente hacia arriba –como si allá hubiera destinos y esperanzas– recuestan su mirada en los abajos y la ponen a caminar, o a navegar, según haga falta.