Doña Eva: dígame de una vez todo lo que se le ofrezca, porque mañana no voy a estar aquí. Me toca irme para Atlampa. Allá estoy haciendo el aseo en dos casas y regreso ya noche. Lo digo y no lo creo: tanto estudiar y acabé limpiando casas, pero no me quejo: al menos tengo trabajo. –Diana, en la recámara donde se encuentra doña Eva: –Ya le dejé ordenada la despensa. ¿Qué le parece si de una vez le cambio las cortinas?
–Usted vea. Si quiere, mejor otro día.
–¿Qué le pasa, doña Eva? Desde que llegué me pareció muy desanimada. ¿Otra vez tuvo insomnio? –Diana se vuelve hacia la mesita llena de cajas y frascos. –¿Qué se me hace que no tomó sus pastillas y por eso está así?
–Hoy la gente quiere arreglarlo todo con pastillas. Ya se les olvidó que hay cosas que no se remedian con píldoras. –Mira a Diana de frente. –Sería bueno que en estos tiempos de pandemia y de tantos cambios, pudiéramos llamar a la farmacia y pedir cápsulas contra la soledad, el temor, la incertidumbre, la pena que nos causan las ausencias.
II
–Acuérdese de lo que me aconseja cuando me ve angustiada: “Diana: si quiere salir del atolladero, no haga más profundo el cerco.” Eso mismo le digo yo a usted. Y también le recomiendo que no se guarde lo que la moleste, que diga lo que piensa.
–Lo malo de acostumbrarse a las personas es que, cuando estás más encariñada con ellas, de pronto se van sin que les importe dejarte sola.
–Así ha sido siempre. Mejor ya ni lo piense.
–No es algo voluntario: uno lo siente y no puede remediarlo. Imagínese que durante más de un año, dos veces al día, escuché su voz, su risa, a veces hasta el golpe de la taza cuando la asentaba en el escritorio o el rumor de las hojas donde me imagino que iba escribiendo sus anotaciones o los nombres. El mío no estuvo en su lista porque nunca me atreví a llamarlo. Muchas personas lo hacían para decirle cómo estaban viviendo su aislamiento, cuánto querían reunirse con su familia, hacer su vida de antes, seguir con las actividades que interrumpió la pandemia. Llegué a pensar que varias mujeres lo llamaban sólo para oír que él dijera sus nombres y les mandara un saludo, unas palabras de aliento que nadie más les diría.
III
–Me tiene muy intrigada: no me ha dicho a quién ha estado refiriéndose.
–A Dámaso Reyes.
–Ay, no puedo creerlo: ¿el del radio?
–Sí, Diana, a quién más.
¿O hay otro con ese nombre?
–No me diga que lo conoce y que es su amigo.
–No, pero como si lo fuera. ¿Le parece muy raro lo que le digo?
–No, para nada. Me imagino que muchas personas sentirán la misma simpatía por Dámaso, entre ellas una de las señoras para las que trabajo en Atlampa. A cada rato me dice: “Reyes aconseja...”, “Reyes opina...” “Reyes hoy estuvo simpatiquísimo...” “Reyes felicitó a un señor que...” La verdad nunca me imaginé que usted lo oyera.
–Sin falta. Las mañanas en que por alguna razón no lo escuchaba me sentía desguanzada, como si no hubiera tomado el cafecito que me despierta. –Hace un breve silencio: –Ayer me di cuenta de lo mucho que ese hombre significa para mí cuando al encender la radio, en lugar de oír su voz escuché la de otra persona. No me lo esperaba. Creí que me había equivocado de estación, pero no... Me sentí rara, como sin rumbo.
–Y por eso la encontré tan desanimada hace ratito.
–Puede ser. Aunque Dámaso no es nadie de mi familia y, como le dije, ni lo conozco. Al no oírlo me preocupé. Temí que estuviera contagiado y en cuarentena. Me sentí tranquila cuando el sustituto dijo que de ahora en adelante iba a conducir el programa. Ante la cantidad de protestas que llegaron, él hizo bromas y prometió que haría lo posible por estar a la altura de Dámaso. A lo mejor lo consigue pero, al menos yo, francamente lo dudo.
–¿Por qué? Apenas lo ha oído una vez.
–Porque no creo que tenga la capacidad de comunicación que tiene Dámaso, y mucho menos sus cualidades. Era como muy comprensivo, muy abierto, sin prejuicios y, sobre todo, culto. Me encantaba oírlo comentar las noticias porque me hacía entender las cosas que pasan aquí o en el resto del mundo, y sentir que alguien me tomaba en cuenta. Ese hombre me hará mucha falta.
IV
--Me quedé pensando en lo que dijo y la entiendo pero, ¿no cree que exagera?
–¿Le parece exageración extrañar a la persona que me ha acompañado cuatro horas al día durante los meses de encierro? Me tranquilizaba pensar que, con sólo encender mi radio, iba a encontrarlo, a oírlo. Ya que le he dicho tantas cosas, le confesaré una más.
–Hágalo con toda confianza. Le prometo que lo que me diga no voy a repetirlo.
–Siempre, antes de ponerme a oír a Dámaso procuraba estar arreglada, como si él fuera a visitarme; al escucharlo, aunque supiera que él hablaba para muchas personas, sentía que estaba dirigiéndose a mí. Su voz me resultaba tan cercana. ¿Usted llegó a oírlo?
–No, nunca.
–Al terminar su programa de la noche decía algo agradable y, al final, siempre la misma frase: “Si permanecemos juntos, aunque no nos veamos, nunca estaremos solos.” Pero el caso es que Dámaso ya no está, se fue. ¡Se acabó!
–No sea tan terminante. Piense que tal vez un día Dámaso regrese a la radio, si no a la estación donde usted lo escuchaba, a otra donde pueda oírlo.
–Entonces sí pienso escribirle. Quiero que sepa algo que lo hará valorar más su trabajo: para quienes viven en completa soledad, ciertas voces pueden convertirse en presencias.