¿Hay alguien que pueda explicar razonablemente por qué Europa contrató recientemente mil 200 millones de vacunas Pfizer para contrarrestar los efectos de la pandemia en el viejo continente? ¿O por qué el gobierno canadiense está desesperado por comprometer 300 millones de dosis del mismo antídoto? ¿O por qué la Casa Blanca se ha reservado 800 millones de inyecciones para inocular a su población? La Unión Europea suma 446 millones de habitantes, aunque esas vacunas estén dirigidas sólo a la tercera parte. Canadá cuenta con 38 millones y Estados Unidos, con 330 millones. En teoría, si sus gobiernos pretendieran inocular a todas sus poblaciones requerirían mil 600 millones de dosis. Pero sólo en teoría. En la práctica, ningún gobierno puede aspirar a inmunizar en este año al conjunto de esas poblaciones. La razón es sencilla: en Europa y en Estados Unidos más de 40 por ciento de sus pobladores se niegan a recibir la vacuna.
Además, los casos de contagio que pueden derivar en crisis graves o fatales se ciñen a la tercera edad y a la gente con trastornos cardiovasculares o diabetes. Las estadísticas hablan con precisión al respecto. En estos países, esta franja de la población no supera 35 por ciento del total. Y muchos de ellos no están dispuestos a inocularse porque entienden el abuso y la superinflación de la que ha sido objeto el concepto de “vacuna”. Un concepto resemantizado por las actuales industrias farmacéuticas y la crisis del poder político para capitalizar los significados encerrados en su larga historia.
Todo concepto que ha cobrado legitimidad social (Koselleck dixit) contiene un significado doble: apunta hacia un horizonte de expectativas y refiere una experiencia concreta. Por “vacuna” entendíamos, hasta hace un año un dispositivo biológico de inmunización/resguardo. Por ejemplo, una vez inoculados con la vacuna contra el sarampión, nuestro cuerpo devenía inmune para siempre frente a este mal, es decir, quedábamos exentos de sus efectos. Pero ni el antídoto de Pfizer, ni la variante de Sputnik V o sus contrapartes chinas garantizan estas expectativas. Son dispositivos estrictamente experimentales. Se desconocen sus efectos a mediano y largo plazos. Tampoco se sabe el lapso en el que proveen inmunidad. Pero al recubrirlos con la noción de una “vacuna” han envuelto a las poblaciones en una promesa fatua. Una promesa cuyo sentido pretende cubrir los déficits de legitimidad provocados por la propia pandemia en las estructuras políticas. Como el Macguffin en las películas de Hitchkock, un objeto que finca una trama en la que el desenlace queda obliterado. He aquí un dilema social gravísimo que se condensa en su expresión semántica, propiamente conceptual. En el caso del Covid, hay que prescindir del término “vacuna”; bastaría antídoto o medicamento.
De esta incertidumbre está colmada nuestra condición actual. Porque al llamarle “vacuna”, que no lo es, se vuelve la mercancía o el bien más preciado del momento, algo que agradecen, por supuesto, los consorcios del Big-Pharma.
El antídoto de Pfizer adquirió relevancia hace algunas semanas cuando los medicamentos de AstraZeneca y Johnson & Johnson perdieron la batalla mediática. Treinta casos de trombosis en el mundo (entre 21 millones de vacunados) fueron suficientes para que organizaciones y gobiernos enteros cancelaran contratos. En dos semanas, los países centrales acapararon toda su producción durante el próximo año. Sputnik V y las variantes chinas están dedicadas a inmunizar a sus respectivas poblaciones. Simplemente no habrá antídotos suficientes para los grupos más vulnerables en el mundo.
La globalización ha mostrado aquí una de sus caras elementales: a la hora de la crisis no existe el menor sentimiento de co-responsabilidad entre las naciones centrales y las periféricas. Cuando se trata de expandir capitales, vender productos desechables, extraer recursos naturales y de absorber fuerza de trabajo barata, todo marcha sobre ruedas. Pero si se trata de crear los tejidos que sostengan esta posibilidad, lo único que se escucha es el cierre de puertas. Es una lección que hay que (volver a) aprender y tomar medidas para afianzar estos tejidos en la lógica de la soberanía nacional. Nos dirigimos hacia un mundo, una vez más, de naciones crecientemente amuralladas.
Que nadie se sorprenda. Dilapidado durante tres décadas por el discurso de los mercados, en la crisis de la pandemia todos los ojos, todas las voces volvieron a entonar: ¡el Estado!, ¡el Estado!, como centro de referencia y condición de posibilidad. Es una singularidad actual. Terminó la época neoliberal y se anuncia, de nuevo, un retorno a la política industrial basada en la lógica del empleo como epicentro de las sociedades. Una política industrial, aclárese, fincada en las nuevas industrias de la tecnología, la energía, el comercio, etcétera. No en un retorno a las décadas de los 50 o 60. Basta escuchar a Frau Merkel o al presidente Joe Biden para percibirlo. Los países que pospongan este giro padecerán consecuencias graves.