Que los nexos entre Rusia y Estados Unidos no podrían haber caído más bajo es indisputable, aunque tras conocer el reciente paquete de sanciones de Washington contra Moscú queda la esperanza de que aún es posible recomponer la deteriorada relación bilateral y, a la vez, se percibe que la confrontación entre ambos no deja opción: o buscan entendimientos en áreas de interés común, a pesar de mantener sus diferencias en otras, o será inevitable la ruptura definitiva.
Las medidas anunciadas esta semana por Estados Unidos contra Rusia hacen más ruido que daño; son indignantes en lo político, inadmisibles como presión para dialogar, carentes de tacto unos días después de proponer celebrar una cumbre de los dos mandatarios y todo lo que se quiera, pero no afectan de verdad la economía rusa.
Son, de hecho, la última advertencia de lo que puede pasar si Moscú no acepta las reglas del juego que Washington quiere imponerle: para empezar, podría excluir a Rusia del sistema de transferencias bancarias Swift, prohibir que las tarjetas de pago Visa y Mastercard trabajen con bancos rusos o bloquear sectores clave de su economía, como son el petrolero y el del gas natural, por mencionar tres ámbitos en los que las sanciones causarían estragos.
Al mismo tiempo, es quimérico pensar que se puede hablar con Rusia –más débil en lo económico, pero igual de poderoso en términos de arsenal nuclear– desde posiciones de fuerza. El Kremlin jamás va a tomar una decisión que parezca obligada por otro: ni dejará a su suerte las regiones separatistas del sur de Ucrania ni mucho menos devolverá Crimea, ni tampoco pondrá en libertad al opositor Aleksei Navalny ni aceptará cualquier otra exigencia que provenga del exterior y que, si la cumple, se interprete como prueba de que lo hizo contra su voluntad.
La relación entre Rusia y Estados Unidos depende de qué tan lejos esté dispuesto a llegar Washington en materia de sanciones contra Moscú. Mientras, transmitida ya la respuesta rusa a la afrenta más reciente, que por el principio de reciprocidad se sabía inevitable, los diplomáticos de ambos países, sin perder la cara nadie, deben sentarse a negociar la necesaria cumbre de sus presidentes y, de no existir aún condiciones, al menos contribuir a evitar que la creciente tensión termine en hecatombe nuclear.