Todo empezó en Afganistán, en los años 80, cuando el gobierno de Estados Unidos se involucró en el apoyo activo a los muyeidines que combatían a los invasores soviéticos en nombre del Islam. Washington les proporcionó armamento, dinero y capacitación, especialmente en organización y manejo de explosivos. Cuando la URSS abandonó el país invadido, el gobierno estadunidense dejó a sus aliados abandonados a su suerte y se embarcó en una activa hostilidad en contra de grupos armados islamitas en todo Medio Oriente. Más aun, en su obsesión por frenar el integrismo, la Casa Blanca contribuyó a armar al régimen de Saddam Hussein, quien en ese momento libraba una guerra contra Irán. Ese viraje fue visto como una doble traición por los combatientes afganos y el rencor fue el caldo de cultivo del surgimiento de Al Qaeda y otros grupos fundamentalistas violentos.
En 1991 Irak invadió Kuwait y Estados Unidos, en respuesta, armó una gran coalición internacional que durante semanas machacó con intensos bombardeos el territorio iraquí, matando a una enormidad de civiles. Por ese entonces Bagdad poseía un importante arsenal de armas químicas –las sustancias base le fueron entregadas por Alemania, en tanto que Francia le dio aviones para esparcirlas– y entre las condiciones de los vencedores que Saddam tuvo que aceptar figuraba, en primer lugar, el desmantelamiento y la destrucción de sus armas químicas. Otras condiciones implicaban la pérdida de control del gobierno de Bagdad en el Kurdistán iraquí.
Una década más tarde, Al Qaeda se cobró la traición de Washington destruyendo las Torres Gemelas de Nueva York y un buen pedazo del edificio del Pentágono. La reacción casi inmediata de Washington fue invadir Afganistán, lo que provocó la dispersión de las organizaciones integristas en los países vecinos y en Medio Oriente, con lo que se multiplicaron los atentados terroristas. Pero el derrocamiento del régimen talibán de Kabul no era suficiente para calmar la paranoia con la que se quedó buena parte de la opinión pública; además, la industria armamentista de la superpotencia necesitaba deshacerse de inventarios, la clase política republicana estaba urgida de nuevos negocios y el gobierno de George W. Bush, marcado de origen por la huella del fraude electoral, necesitaba con urgencia motivos para legitimarse y concitar la unidad nacional, de modo que dirigió su siguiente aventura bélica en contra del que era ya el personaje diabólico favorito en el imaginario estadunidense: Saddam Hussein.
En unas pocas semanas, diversas dependencias de Washington –el Pentágono, la CIA, la NSA, el Departamento de Estado, la propia Casa Blanca– urdieron dos mentiras monumentales: la primera, que Saddam era un estrecho aliado de Al Qaeda; la segunda, que conservaba su arsenal químico y que contaba con medios para la guerra bacteriológica, además de los vectores para atacar el territorio estadunidense; en suma, armas de destrucción masiva. El embuste fue difundido con gran entusiasmo por los medios “serios” de Occidente.
En realidad, el dictador iraquí, representante del panarabismo secular y del baasismo, fue siempre enemigo jurado de los grupos integristas, fueran sunitas y de origen saudiárabe, como Al Qaeda, o chiítas, aliados tradicionales estos últimos del gobierno de Teherán. En cuanto a las armas de destrucción masiva, tras su derrota de 1991 Irak perdió las que llegó a tener y no pudo o no quiso hacerse con nuevas. Si las hubiera poseído, probablemente la segunda invasión de Irak no se habría producido o bien habría sido infinitamente más costosa para los invasores.
En Irak, la destrucción del país y la virtual desaparición del Estado tuvo dos consecuencias insospechadas: por una parte, el colapso de la dictadura de Saddam abrió el territorio iraquí al libre accionar de los grupos fundamentalistas armados ya existentes, como la propia Al Qaeda, y propició el surgimiento de otros, como el Estado Islámico. Por la otra, al menos un gobierno caracterizado por Washington como enemigo extrajo conclusiones precisas: si careces de armas de destrucción masiva, eres una víctima fácil para Estados Unidos; pero si las posees, le será mucho más costoso agredirte. Tal fue la conclusión del régimen de Corea del Norte. El manojo de bombas atómicas que empezó a desarrollar Kim Jong-il y que ha incrementado su hijo, Kim Jong-un, es consecuencia directa de la invasión a Irak de 2003.
Además está el actual empecinamiento de Joe Biden al negarse a restablecer sin condiciones previas el acuerdo nuclear multilateral sobre Irán, logrado en abril de 2015 por el gobierno de Obama (en el que Biden era vicepresidente) y que garantizó el uso exclusivamente pacífico de la energía atómica por parte de Teherán. Ese acuerdo fue abandonado unilateralmente por Donald Trump, quien en 2017 restableció las sanciones económicas contra la República Islámica. Si el régimen de los ayatolas acaba desarrollando bombas atómicas, el responsable habrá sido Washington.
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