Después de la ya larga discusión sobre las atribuciones del Instituto Nacional Electoral en el ejercicio de la democracia, nos queda claro el desprecio por el voto y por el poder de la gente de parte de la institución creada para vigilar las elecciones, no para juzgarlas.
Fueron tantos los golpes a la voluntad popular que el poder necesitó de un aparato con ciertos índices de credibilidad para avalar sus tropelías; entonces se crearon los organismos que dieran “certeza” a la elección, es decir, un dique a la inconformidad popular que demandaba limpieza y honestidad en el juego electoral.
No obstante, desde su creación el INE ha sido cuestionado y a cada exigencia de limpieza en su actuar se le ha impuesto un nuevo parche, un nuevo nombre; hoy parece una institución enferma, sin credibilidad, pero con poder, lo que la hace sumamente venenosa para la democracia que dice defender.
Por ahí del último trimestre de la última década del siglo pasado, y frente a una ola de inconformidades cada vez más beligerantes, se creó el Instituto Federal Electoral. Su misión era organizar, sí, organizar las elecciones, pero poco a poco se apropió de facultades que lo llevaron al terreno de la interpretación y juicio de lo electoral, antes y después de la votación.
Ya no se trataba de poner casillas y sus funcionarios, ni de contar los votos y dar fe de las anomalías detectadas durante la jornada electoral, sino de calificarla. El protagonismo de sus más altos funcionarios parecía haber borrado del mapa a quienes tienen como tarea calificar y juzgar las elecciones: el tribunal creado para tal efecto.
Pero lo más preocupante de todo esto es que la fuerza del voto, del motivo más importante de la democracia, ha sido menoscabada hasta casi dejarla en la inutilidad. ¿Cuál es el valor del voto actualmente?, deberíamos preguntarnos. Tal vez este es el momento para analizar las funciones de la institución que organice y vigile la elección, y nada más.
Y esto porque algo está de más. Sobra el INE o el Tribunal Electoral. Alguno debe desaparecer o cada uno debe tomar su lugar sin traspasar las líneas de actuación del otro. No es posible que las decisiones de fondo sean tratadas como pelota de ping pong entre unos y otros. El que vigila, informa y el que se informa toma las decisiones y juzga, nada más.
Esto porque lo que hoy, y desde siempre, debería ser el motivo de las preocupaciones de las instituciones dedicadas a proteger el voto. Restarle trascendencia es golpear a la democracia. El voto mata egos, destruye cacicazgos y hoy más que nunca deberá servir mucho el enderezar las ramas torcidas de esta democracia flaca, ojerosa y sin ilusiones.
De pasadita
Algo deberá hacerse en esta ciudad para crear nuevos horizontes en el ámbito de la salud y la educación. Seguramente en las oficinas del gobierno central ya se tiene algo al respecto. Una de las lecciones que ha dejado la pandemia es precisamente la brecha social que pesa e incomoda por injusta.
Esto que, como dijimos, seguramente ha sido detectado en el gobierno, vale la reflexión legal también del Congreso, que si bien ha sido un desastre hasta ahora, puede lavarse la cara si se pone de acuerdo para construir algún pacto que muestre a la sociedad capitalina que sus representantes no han sido del todo inútiles.
El detonante de una nueva sociedad para la Ciudad de México sería, sin duda, el que sus habitantes tuvieran asegurada la educación y la salud en términos de lo que marca la propia Constitución. Eso sí nos llevaría al cambio profundo.