Innumerables han sido las veces que al Presidente se le tilda de polarizador. Por ello se entiende su costumbre de responder, con energía, a los numerosos rechazos a su actuación y pensamiento. No se detienen a citar y criticar como referentes los asuntos públicos, sino que, en un alarde sicológico, se adentran a su íntima manera de ser. Bien se puede decir que son ataques que cotidianamente recibe. En realidad lo que hace AMLO durante las llamadas mañaneras es ejercer su derecho a nombrar a sus rivales y debatir sus visiones. A estos personajes, y otros más, los llama conservadores. Y tal parece que lo son en cuanto tienden a preservar o volver hacia el modelo concentrador que tanto los favoreció.
Con más precisión, tal categoría conservadora la adjudica a un abigarrado conjunto de mexicanos cuyas posturas como opositores han cruzado toda línea de conducta pública. Cada vez con mayor frecuencia, lo que escriben o airean en los medios electrónicos se plaga con insultos y tajantes descalificaciones. Tanto los medios en sí mismos como los que en ellos han cavado sus trincheras son, por lo general, muy poco aguantadores. Procesar las referencias presidenciales a sus individualidades o medios lo juzgan improcedente, más aún, lo tildan de irresponsable. La magnitud y trascendencia de poderes ciertamente los separa. La verdad es que no acaban de poner en su lugar tanto el cambio de contexto como la orientación que sigue ese cambio. Tienen, qué duda, la piel muy fina. Se consideran a sí mismos inatacables y responden hasta con violencia verbal.
Hay otro grupo de entidades y personas que forman el ya famoso trabuco de conservadores. Son todos aquellos hombres y mujeres que recibieron un conjunto de indebidos privilegios y quieren, a toda costa, mantenerlos vivos. Bien puede decirse que, a pesar de los esfuerzos oficiales por detener y derribar tan dañino y costoso estado de cosas, todavía siguen usufructuando buena parte de esos privilegios. De hecho, hay que decirlo con todas sus letras, la casi totalidad del orden establecido les deparaba ventajas en muy variados órdenes. El famoso modelo concentrador estaba diseñado para su deleite y desuso sin decoro alguno. Fueron, y de varias maneras son, la cumbre de la élite que mandaba en el país. Habían conformado un compacto grupo de mandones que ahora se sienten afectados porque el panorama y las decisiones no les son ni propicios ni de su parecer. Ya no les consultan las políticas públicas y les niegan ventajas de nuevo cuño. Tampoco les solicitan sus venias y no se negocia con ellos la ruta a seguir. Hay, como cimiento de la transformación, un concepto en total desuso que ha tomado prioritario lugar: soberanía. Cambiar de régimen implica tajante separación de la política y los negocios.
Al propósito de modificar el estado prevaleciente se ha entrado en un estira y afloja cotidiano. Y, como aderezo actual se mezcla la pandemia, con sus graves efectos, y la ríspida cercanía electoral. La respuesta a tan severa situación transformadora se ha canalizando hacia la comunicación. La cerrada, feroz y terminal oposición crítica de aquellos, adicionales beneficiados, que les eran funcionales a sus intereses masivos, completan el cuadro opositor interno.
A ello hay que agregar las muchas complicidades (y sociedades) externas con las que completan su poder. Estas extensiones se diversifican en inacabables actores, visiones e instituciones que conforman el envolvente general. Empresas trasnacionales, organismos multinacionales, medios de comunicación globales, gobiernos intervencionistas, centros de análisis, tratados de distinto calado y propósito y demás, actúan en favor de proseguir con el orden establecido.
En el fondo, se entiende bien el efectivo concepto de polarización. En esta realidad, llamada de competencia, cristalizan las muchas diferencias de clase y calidades personales. Competir implica perder y ganar. Unos ganan más y otros, la casi totalidad de las veces, pierden todo. Y esos que quedan varados en el reparto, apenas pergeñan un exiguo 18 por ciento del total de los ingresos nacionales. Esto y no otra narrativa interesada y circunstancial forma la base polarizante. Es, en esas masas, incapaces de afrontar con éxito tan asfixiante realidad, donde se va conformando un ambiente de identidades y hasta de lenguaje distinto. Ahí se condensan enormes diferencias, éstas sí, polarizantes. Lo demás son emanaciones que sirven para sostener intereses precisos.
En efecto, lo que se quiere es retornar a los ventajosos modos de antes. En la trastienda de muchos de los retobos y pronunciamientos opositores bulle el modelo concentrador con la conocida élite al mando. Apañarse, año con año, de 60 por ciento (para menos de 1 por ciento) del ingreso nacional, deja apenas migajas para el resto. Nada nuevo, sólo una plegaria por la lenta transición.